Manfredi, miembro de la resistencia, huye de la Gestapo. El padre Pietro le ofrece cobijo en una Roma ocupada. Pina, madre de un hijo, se quiere casar con Francesco.
Dos meses después de la marcha de los alemanes, Rossellini se echa a la calle para rodar, con una penuria de materiales fácil de entender, una historia impresionante que tiene mucho de desahogo, de homenaje, de réquiem.
La decisión de mezclar actores profesionales con gente de la calle se revela acertada porque de esa manera Rossellini logra un paisaje humano creíble y cercano, que al romperse trágicamente por la violencia de los opresores nazis deja al espectador con la sensación de estar asistiendo a algo que es y no es una película.
Es eso que llamamos neorrealismo, que funciona gracias a actores como Anna Magnani y Aldo Fabrizi, cuyas muertes quedan grabadas en la retina, como pretendía un Rossellini siempre preocupado por hacer un cine no solo comprometido con la realidad sino capaz de transformarla.
Para ello hace como que no mira, aunque su mirada sea un alarde de composición (esa mujer ametrallada como de pasada). La cinta fue premiada en Cannes y aspiró al Oscar al guión.