Una de las cosas más increíbles de la pasada edición de los Oscar es que esta película aspirase al premio a mejor película. Stephen Daldry –director de cintas más que aceptables (Billy Elliot, Las horas)– se traslada al 11-S para contarnos el trauma de un niño que pierde a su padre en la aciaga mañana en la que caen las torres.
Es lógico que la película sea dramática. El problema es que Daldry suma a esta tragedia todo tipo de acontecimientos destinados a provocar el llanto en el espectador. La suma de desgracias es infinita: el niño tiene un leve autismo, y no se siente querido por su madre y padece un fuerte complejo de inferioridad y ha escuchado 6 mensajes de su padre en el contestador pidiendo socorro…
Probablemente –seguro–, la intención de Daldry sea loable: sensibilizar al espectador con el sufrimiento de las víctimas. Pero aunque el fin sea bueno, los medios empleados son los de la tortura. Un crítico a la salida hablaba de “pornografía sentimental” y no le faltaba razón. Ante semejante manejo, el espectador se rebela, se aleja de los protagonistas. Todo es tan artificioso, tan arbitrario, tan dirigido, que en vez de emocionar, fastidia; en lugar de interesar, aburre. ¿Tom Hanks y Sandra Bullock? Tan de plástico como el resto.