Dos mujeres (Sophie Marceau y Geraldine Pailhas) introducen la película irrumpiendo en el hospital donde su octogenario padre guarda ahora reposo. No es el primer infarto, pero “mi padre siempre se recupera”, se consuela Marceau. Al despertar, no obstante, desfila por la pantalla un espectáculo lamentable protagonizado por el excepcional actor André Dussollie: el cuerpo ya no funciona como antes, el orgullo se desmorona, y se sucede un arco que va desde el rechazo de cooperar a su muerte por parte de las hijas, hasta la semiaceptación y despedida, pasando por el grueso duro de la película: el plegarse a los deseos paternos con la esperanza de un cambio de parecer, sugestionado por el amor familiar, y luego por alegrías más plásticas.
Llevada con la sensibilidad de una obra autobiográfica (de la difunta y reconocida autora Emmanuèle Bernheim), el prisma de la obra es la soledad del protagonista: un padre homosexual que guarda una relación más íntima con su amante y un camarero que con su familia. Además, ocupa su tiempo en sentirse miserable. Esto ahonda en el patetismo de una figura demacrada y marchita, cuyo vacío existencial empezó mucho antes del declive físico, y desemboca en la toma de una decisión cobarde, pocas veces disfrazada.
Tout s’est bien passé es una película compleja, de matices, que nace con vocación de crónica, marcando el paso del tiempo con las fechas a modo de capítulos y huyendo de los esteticismos para centrarse en un estilo visualmente sobrio y cuasi aséptico. Esto acentúa el hastío extremo de una vida en su crepúsculo, y se convierte en un testimonio que no juega la carta sentimental ni dispone un entramado maniqueo. Ozon se contenta con ser espectador de su propia obra y la pequeña concesión de firmar con un cierre poético: todo ha ido bien.
