Una enfermera de Madrid ve morir a su hijo el día de su 17 cumpleaños, justo cuando le iba a desvelar la identidad de su padre. Destrozada, marcha a Barcelona en busca del padre. Allí, la mujer revivirá la trágica vida que no pudo contar a su hijo, a través de sus relaciones entrecruzadas con un travestí antiguo amigo suyo, con una joven monja que atiende a enfermos de SIDA y prostitutas, con la protagonista de la obra teatral tras la que se desencadenó la tragedia, y, por fin, con su propio ex marido, que ahora se hace llamar Lola, la Pionera.
La historia suena a artificioso culebrón, y lo es. El propio Almodóvar la define como «un drama grotesco, disparatado, barroco y con personajes extremos». Además, casi no sale del cerrado universo almodovariano. Lo cual supone diálogos y situaciones muy soeces, así como excesos melodramáticos o esperpénticos que fracturan mucho el tono y el ritmo, sobre todo en el torpe desenlace. Y, sin embargo, Almodóvar logra mantener casi intacta la entrañable y desvalida humanidad de sus espléndidos personajes femeninos -a los masculinos los maltrata con dureza-, que delimitan a su manera un sugestivo fresco sobre la maternidad como suprema manifestación de la «capacidad de fingir, sufrir y amar de las mujeres».
Este enfoque lo cimenta en un refrán griego que dice que «sólo las mujeres que han lavado sus ojos con lágrimas pueden ver con claridad». E indaga los perfiles de esa claridad a través de múltiples referencias externas que hace propias. Por Eva al desnudo, de Mankiewicz, la protagonista entiende que «el éxito no tiene sabor, ni olor, y cuando te acostumbras a él es como si no existiera». De Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, aprende a confiar siempre en la bondad de los desconocidos. Con Música para camaleones, de Truman Capote, intuye que «cuando Dios te da un don, también te da un látigo para autoflagelarte». Con Lorca y el Gaudí de La Sagrada Familia, paladea la maternidad herida. Y la vida misma le muestra insospechadas formas -algunas ciertamente inaceptables- de transformar el dolor en amor hacia los demás.
Así que, a pesar de sus defectos, esta película número 13 de Almodóvar, a través de una vistosa puesta en escena, una excelente dirección de actrices y la impagable música de Alberto Iglesias, ofrece un arranque antológico -toda una lección magistral de concisión narrativa, planificación al servicio de la intriga, empleo de la elipsis y densidad dramática-, así como varias secuencias de emoción auténtica. En esos pasajes se adivina lo que el director manchego podría hacer si se liberara de una vez de la sórdida y ya apolillada modernez escapista que le tiraniza desde hace años. El propio Almodóvar ha manifestado su admiración por Solas, la espléndida película de Benito Zambrano, que también trata la maternidad. Otra buena señal.
Jerónimo José Martín