Al salir del colegio, dos chavales se pelean, y uno rompe dos dientes al otro. Sus respectivos padres deciden resolver amistosamente el problema, reuniéndose en la casa de la víctima. Lo que comienza como un encuentro sereno y civilizado, irá derivando hacia una verdadera batalla campal.
Esta brillante adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza, estrenada en 2006, parte de una visión bastante pesimista y freudiana del ser humano, al que se presenta cerrado a la trascendencia, dominado por sus instintos más animales, y propenso a las reacciones violentas y desmesuradas. Además, se impone en todo momento un estilo demasiado teatral, que pesa un poco en alguna secuencia.
Esos defectos se compensan en gran medida por el tono tragicómico del guión, escrito por la propia Reza y Roman Polanski (que ya llevó al cine otra obra de teatro, La muerte y la doncella). Al buen guión se suma un equipo técnico de primera división. El veterano cineasta perfila muy bien a los personajes y disecciona a través de ellos las hipocresías y bajezas de tantos adultos, inmaduros y sin firmes convicciones morales, dominados por la vanidad, el materialismo más ramplón y lo políticamente correcto, e incapaces de ponerse en el pellejo de los demás y, concretamente, en el de sus hijos adolescentes.
Este enfoque paródico oxigena la agobiante progresión hacia la tragedia, facilita el lucimiento de los excelentes actores –están espléndidos, sobre todo Christoph Waltz– y permite a Polanski desplegar sus amplios recursos como director. Es llamativa su habilidad para sacar partido dramático a todos los rincones de la claustrofóbica casa donde transcurre la acción, de donde la cámara sólo sale en el prólogo y el epílogo, únicos momentos en los que suena la música de Alexandre Desplat. La película, en suma, funciona muy bien como comedia negra; aunque, ciertamente, deja un regusto amargo por la falta de contrapuntos positivos en su demoledora reflexión antropológica y sociológica.