Burt y Verona son dos novios treinteañeros, viven juntos desde hace tiempo y están esperando un hijo. Mientras resuelven si se casan (él quiere, ella no), deciden hacer un viaje por los Estados Unidos para elegir un lugar donde formar una familia.
Después del terrible retrato del matrimonio que dibujó en Revolutionary Road, Sam Mendes presenta una road movie más optimista que, sin embargo, engancha muy bien con su cine-pensamiento. En Un lugar donde quedarse -como ocurría en American Beauty o Revolutionary Road– hay, a partes iguales, reflexiones certeras, atinadas críticas y falta de nitidez moral. Pero mientras que en las dos películas anteriores esta mezcla daba como resultado un drama cínico, oscuro y asfixiante, en este caso, el tono más ligero del relato empapa la tesis del cineasta, que resulta más abierta e incluso positiva.
En su camino por Fénix, Wisconsin o Miami, Burt y Verona se encontrarán padres para todos los gustos: desnaturalizados, frustrados por no poder tener hijos, separados, seguidores de extrañas teorías sobre la educación (hilarante el ingenioso capítulo protagonizado por Maggie Gyllenhaal), etc.
El contacto con estas personas ayudará a la pareja a sacar sus propias conclusiones sobre el valor de la familia, la necesidad del sacrificio y la importancia del sentido común en la educación de los hijos. Los actores están muy bien, especialmente John Krasinski, que dibuja un retrato de post-adolescente, buenazo y gamberro muy convincente. De todas formas, el mérito es no solo de la habitual buena dirección de Mendes, también de un notable guión que les hace recitar unos jugosísimos diálogos (lástima que se cuelen un par de muy mal gusto).