Hasta ahora, Simon Lereng Wilmont ha dedicado su obra cinematográfica a la infancia y la adolescencia en conflictos armados o situaciones familiares desestructuradas (Graine de Champion, La guerra de Oleg). En La casa de hecha de astillas centra su atención en un centro de acogida con una peculiaridad: los que allí conviven tienen una estancia máxima de 9 meses para volver a su hogar o ser adoptados.
A lo largo de este documental, hay numerosas escenas de un dramatismo intimista que provoca en el espectador una mezcla de emoción e incomodidad. “¿Está Wilmont siendo demasiado intrusivo y explotador con estos momentos privados (…), o él simplemente quería exponer una realidad dura?”, se preguntaba con bastante acierto Bianna Ziegler en Film Stage. No tengo dudas de la intención, aunque sí algunas de la necesidad de mantener la cámara encendida tanto tiempo, especialmente en momentos como las entrevistas de los hijos con las madres alcohólicas que les han llevado a esa situación de abandono. Desde luego, el director logra mostrar la bondad y el desamparo sin sensación de manipular, con una sensibilidad para captar los gestos y los detalles de esas situaciones que resulta deslumbrante. La película trasciende y es significativa en todo momento, con una expresividad delicadísima de esa humanidad dañada que, a pesar de las heridas, no deja de amar y reconstruirse.
No es un año fácil para ganar el Oscar al mejor documental. A última hora se quedó fuera del quinteto finalista el de David Bowie, Moonage Daydream, y en la competición final estarán el León de Oro de Venecia (La belleza y el dolor, de Laura Poitras), Navalny, y la favorita, Fire of Love. Suceda lo que suceda al final, La casa hecha de astillas merece ser destacada como una película que mueve y remueve en cada detalle.
