Bastantes directores de cine –y otros creadores– sostienen que posee mayor potencialidad artística la maldad que la bondad, la sordidez que la normalidad, lo extraordinario que lo cotidiano, la complejidad que la sencillez, la sombra que la luz. David Lynch (Cabeza borradora, El hombre elefante, Terciopelo azul, Corazón salvaje, Twin Peaks, Carretera perdida) parecía uno de los principales abanderados de esa tesis. Sin embargo, en Una historia verdadera –candidata al Oscar 1999 al mejor actor (Richard Farnsworth)– da un inesperado giro hacia la inocencia, y logra quizá su mejor película a través de una historia cotidiana, sencilla y llena de bondad, que hace honor al adjetivo verdadera de su título.
La trama es real y, por sus valores humanos, bien podría haber sido publicada en el Reader’s Digest; aunque fue The New York Times quien la dio a conocer en 1994. Su protagonista es Alvin Straight, un silencioso agricultor, cuyos 74 años le han enseñado a “separar el grano de la paja, y a dejar que las pequeñeces se las lleve el viento”. Vive en Iowa con su hija Rose, una mujer madura y cariñosa, que oculta un doloroso pasado tras su tartamudez y su apariencia fronteriza: hace años perdió la custodia de sus hijos tras un incendio doméstico.
Un día, Alvin recibe la noticia de que ha sufrido un infarto grave su hermano Lyle, con el que no se habla desde hace diez años. “Ira, vanidad y alcohol. Una historia tan vieja como la Biblia. Caín y Abel”, reconoce Alvin, compungido. Decide reconciliarse antes de que muera alguno de los dos. Como ya no le permiten tener carnet de conducir, Alvin cubrirá a lomos de su pequeño cortacésped, a razón de 10 km/hora, los 560 kilómetros que le separan del pueblo de Wisconsin donde vive su hermano. A lo largo de su singular periplo podrá hacer partícipes de su capacidad de comprensión y de su creciente paz interior a todo tipo de personas: una chica embarazada que ha huido de su casa, una mujer traumada porque ha atropellado a 13 ciervos en una semana, una familia de granjeros que le ayudan a reparar su costacésped, un sacerdote católico que bendice su esfuerzo poco antes de culminarlo…
El excelente guion sigue la odisea de Alvin con una sensibilidad pasmosa, desvelando su rica personalidad en cada mojón de su viaje redentor, durante el que descubre que la auténtica rebeldía, la verdadera juventud y lo único que vale la pena es amar a Dios y a los demás con todas las consecuencias. Por su parte, Lynch logra una portentosa dirección de actores, cuyos rostros llenan de magia una puesta en escena serenísima, decididamente contemplativa, y plagada de sutiles hallazgos visuales, siempre plenos de poesía y sentido dramático. La fotografía del maestro Freddie Francis y la preciosa partitura de Angelo Badalamenti redondean este esperanzado elogio de la bondad, magistral western con formato de road-movie, en el que Lynch muestra la arrebatadora mirada de los grandes buscadores del cine, de Dreyer a Kurosawa, pasando por Mizoguchi o John Ford.
Como ya ha señalado algún crítico, esta película confirma la verdad de aquella idea de Borges: “Un gran poeta es menos un inventor que un iluminador”. Y esta vez, Lynch ha logrado mucha luz.