En Hollywood, no hay nada como triunfar en taquilla para que te dejen hacer lo que quieras. Que se lo pregunten a Stephen Sommers. Tras apuntar maneras en Las aventuras de Huckleberry Finn, El libro de la selva y Deep Rising, arrasó en todo el mundo con The Mummy (La momia) y El regreso de la momia, simpáticas superproducciones que renovaron el género clásico de aventuras. Gracias a ellas ahora ha podido contar con 150 millones de dólares y un equipo técnico de primera categoría para escribir y dirigir Van Helsing, aparatosa aventura fantástica en la que Sommers resucita a casi todos los viejos monstruos de la Universal. El resultado es entretenido, pero irregular.
El protagonista es Van Helsing, el audaz cazavampiros creado por Bram Stoker en su novela Drácula. Aquí es presentado como un superhéroe del siglo XIX, al servicio de una especie de orden secreta, con sede en los sótanos del Vaticano y dirigida por un cardenal católico, pero a la que pertenecen personas de todas las religiones. La misión de la orden es erradicar el mal en el mundo y, en concreto, destruir a las numerosas criaturas diabólicas que siembran el terror desde tiempo inmemorial. Van Helsing es el mejor agente de la orden, y lleva siglos actuando contra el mal y con licencia para matar, como James Bond, con el que también comparte su afición a las armas más sofisticadas. Además, no tiene remordimientos, pues sufre una providencial amnesia selectiva. Después de reducir en París al brutal Mr. Hyde, Van Helsing viaja a Transilvania, en compañía de su ayudante Carl, el cobarde monje científico que diseña sus armas de última generación. Allí deberán hacer frente al Conde Drácula y a sus tres novias que, tras asociarse con el Dr. Frankenstein y deshacerse de él, intentan descubrir un método científico para dar vida a su numerosa y vampírica descendencia. Drácula cuenta también con un ejército de feroces hombres-lobo, mientras que Helsing y Carl reciben ayuda de una valiente princesa de origen gitano y de sus aterrorizados súbditos.
Si uno analiza esta película de un modo riguroso, le reprochará su escasa hondura dramática y los abundantes efectismos de su barroco despliegue de trucos visuales, que la acercan peligrosamente a La Liga de los Hombres Extraordinarios. Además, quizá irrrite a alguno su superficial eclecticismo religioso -que parece igualar a la baja todas las religiones-, su aceptación de la violencia como un recurso legítimo, sus sensuales escarceos en torno a la novias de Drácula o el bobo toque lujurioso del monje Carl. Sin embargo, Sommers nunca carga la mano en estos elementos vulgares, los enmarca en las coordenadas clásicas del género de aventuras terroríficas y los suaviza bastante con un recurso constante al humor. Aceptado esto, la película resulta entretenida, divertida y muy espectacular, y está interpretada con convicción. En ella brilla especialmente la alta calidad de la fotografía de Allen Daviau, la música de Alan Silvestri y sobre todo, la ambientación, lo más sobresaliente del film junto con el vestuario de Gabriella Pescucci.
Jerónimo José Martín