La viuda de Raymond Carver sabrá por qué ha permitido a Robert Altman usar sus relatos; ha sido como decirle: Machaque usted cuanto pueda. Altman emplea los nueve cuentos como si fueran retales y ha hecho un vestido para su monstruo personal. Toma sólo algo de las anécdotas externas, como las cáscaras de cítricos exprimidos, y en su batidora le ha salido una pasta espesa, de buen olor y hermoso color, pero amarga e indigesta.
Gran parte de la crítica se ha centrado en el buen olor y hermoso color, servido además por un equipo técnico de primera categoría y por unos magníficos actores. Pero si Vidas cruzadas es una obra de arte, lo es o no lo es también por su sabor y calorías. No basta con hacer una levísima referencia crítica a que las criaturas de Altman son títeres: lo son en sus dictatoriales manos. Ni basta con decir que lo que muestra de la sociedad humana es descorazonador: además, Altman tiene no sólo una insuficiente y mezquina visión de la sociedad norteamericana, sino del hombre.
Ni siquiera es ése el hombre de Carver: él, además de su realismo sucio, mira a sus criaturas con ternura, las ve como personas, capaces de amor, hay esperanza, a veces rezan… Altman es unilateral, cruel y despreciativo; ni como crítica es válido su retrato: censura todos los apuntes de solución que sugiere Carver y él no da ninguno. Es significativo lo que el mismo Altman ha señalado en su prólogo a los cuentos de Carver: «Durante el rodaje algunas cosas surgieron directamente de mi propia sensibilidad, que tiene sus peculiaridades, y así es como debe ser. Sé que Ray Carver habría comprendido el que tuviera que ir más allá del mero hecho de rendir tributo».
No es necesario rendir tributo cuando se utiliza la obra de un escritor; pero Robert Altman no va más allá -sitúa la acción en época más reciente, eso sí-, sino que su sensibilidad y peculiaridades convierten la persona humana en una barata máquina de piñón fijo para apiolar, apiparse y copular.