Violet Evergarden escribe cartas a desconocidos. Recuerdos de personas que han muerto y que pretenden seguir acompañando a sus seres queridos. Todos aprecian su talento y se preguntan por un pasado que ella guarda en secreto.
La animación japonesa tiene millones de espectadores en todo el mundo, pero hay algunas veces que resulta esencialmente universal. Violet Evergarden es un melodrama de principio a fin, con todos los peligros y privilegios que conlleva este género. Es un poema de máxima intensidad con una banda sonora muy emotiva de Evan Call (Josee, el tigre y los peces), que utiliza el paisaje como si fuese un personaje más, con una creatividad en el uso del color y la luz que hace que el ritmo pausado de la narración no sea un lastre en ningún momento.
Taichi Ishidate, director también de la serie original, utiliza con especial acierto las metáforas visuales, los flashbacks y los primerísimos planos. La delicadeza en el desarrollo de personajes y la imaginación de la trama recuerdan a los grandes cineastas nipones de animación como Hayao Miyazaki, Mamoru Hosoda, Isao Takahata o Makoto Shinkai. Directores y guionistas que admiran el cine norteamericano, algo que se desvela en las entrevistas y en cada película. Violet Evergarden recoge la herencia de obras maestras del cine clásico que utilizaron como premisa fundamental las cartas y su capacidad para inmortalizar personas, sentimientos y recuerdos.
Esta película de animación se estrenó en Netflix junto a una docena de series y películas en un miércoles olvidado en octubre. Sin embargo, es un cine que merecería pantalla grande y una mayor atención mediática. Uno de esos misterios de la distribución audiovisual actual, que muchas veces parece empeñada en esconder sus mejores tesoros en una montaña de títulos internacionales de escaso valor artístico.
