Catherine perdió a su madre al nacer. Su padre, un severo médico, quedó roto por esta muerte. Motivo añadido de mortificación es para él ver cómo su Cathy, al crecer, se convierte en una joven poco agraciada, tímida y con un deseo casi enfermizo por complacerle. Al aparecer en escena Morris, mozo apuesto sin profesión ni patrimonio, con la intención de cortejar a Cathy, el doctor se pone en guardia. Incapaz de creer que nadie pueda amar a su hija, pone todos los medios para evitar el posible enlace, incluso la amenaza de desheredar a Cathy.
Nueva adaptación de una novela de Henry James, tras Retrato de una dama y Las alas de la paloma. La ambientación es magnífica, y la secuencia de arranque, brillante; pero Agnieszka Holland se enfrenta a las comparaciones con la versión de William Wyler, La heredera (1949), verdadera obra maestra. De modo que a su correcta película, los defectos se le notan más, y las virtudes las descubre uno ya presentes, casi siempre, en el film de Wyler.
El film de Holland insiste, pues, en la crueldad de un padre que desprecia a su hija, y en la poquedad de ella, incapaz de juzgarle mal. Sólo se abren sus ojos por la actitud de él con su primer y único amor. Respecto a la ambigüedad de Morris, se juega al desconcierto sobre si ama a Cathy o sólo persigue su dote; la nueva versión introduce algunas variantes, no muy convincentes, sobre las personalidades del doctor Austin y de la tía Lavinia.
Las mayores novedades del enfoque de Holland provienen de su lúcido toque feminista, que ayuda a suavizar el sabor amargo de la historia. Y en el desenlace se revela que la protagonista ha madurado, hasta el punto de saber tomar una decisión con libertad plena.
José María Aresté