Con esta mágica aventura familiar, tan distinta a su anterior cine (Lejos del cielo, Carol), Todd Haynes sigue las huellas de Martin Scorsese con La invención de Hugo, pues también adapta una obra de Brian Selznick de corte dickensiano y con homenajes al cine mudo, aquí con guion del propio novelista.
La trama discurre en dos tiempos separados por medio siglo y presentados en color y en blanco y negro, donde los saltos de uno a otro, hasta que quedan claras sus interconexiones, se producen con soltura. En los años 70 del siglo XX está Ben, chaval del Medio Oeste que nunca ha llegado a saber quién fue su padre, y al que un marcapáginas de su fallecida madre, bibliotecaria, le dará una pista para resolver el misterio en Nueva York. Y en los años 20, una niña, Rose, acude a ver a su madre en las pantallas de cine mudo, pues es actriz de cine y no se deja ver mucho en el mundo real.
La película, canto a la familia y la amistad, respira un atractivo especial. Y la intuición de que los chicos podrían compartir algo más que una sordera –toda una metáfora de una sociedad de “sordos”, incapaces de escuchar y amar a los demás como son–, introduce un elemento de intriga que engancha. El mundo de los libros y los museos, de los dioramas y las maquetas, del cine, invita a la curiosidad por conocer, que crea lazos con los demás. Visualmente fascinante, en el reparto destacan los chicos protagonistas, Oakes Fegley y Millicent Simmonds, y una musa habitual de Haynes con doble papel, Julianne Moore.
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