Despejado el interrogante. Y sí, Wonka va a ser sin duda la película de las Navidades. Y lo va a ser porque tiene todos los elementos necesarios: es una notable feel good movie, dirigida a un público familiar, positiva en su mensaje, muy bonita de ver, divertida y, además, musical. Vamos, un estreno navideño en toda regla.
A partir del famoso chocolatero protagonista del cuento de Roald Dahl (1916-1990) Charlie y la fábrica de chocolate, Paul King (Paddington), ha convertido una precuela, que podría haber sido una simple excusa para hacer caja a partir de decorados resultones, en un cuento que sabe manejar la dosis casi exacta de música, fantasía, comedia y drama. La historia es la de la juventud de Willy Wonka, un joven que, a través del chocolate, quiere recobrar la infancia y, en concreto, el recuerdo y legado de su madre. Esta historia interior, que se entrecruza con la de otra protagonista, es la clave desde la que se construye el drama y se diseñan los personajes. Un guion exquisitamente clásico, podríamos decir que casi capriano, y alejado, desde luego, de cualquier clase de cinismo.
El mérito del guion –firmado por Simon Farnaby y el propio King– es doble; porque hubiera sido fácil decantarse por la historia un tanto oscura que presentó Tim Burton para hablar de la infancia de Wonka en su versión de Charlie y la fábrica de chocolate. Y, sin embargo, no hay nada de eso. Wonka es un personaje bueno, con una ingenuidad y una confianza en los demás que, aunque a veces resulten problemáticas, son también la base de su carisma. Y conseguir escribir un personaje bueno, ingenuo y carismático es para otorgar una matrícula de honor en guion.
Hay que reconocer que, además de un sabio guion, hay un indudable acierto de casting al optar por un Timothée Chalamet perfecto en su papel. Es delicioso también ver a Hugh Grant transformado en ridículo Oompa-Loompa, y siempre hay que celebrar que paseen por la pantalla Olivia Colman, Sally Hawkins y no digamos Jim Carter. Haber elegido a Rowan Atkinson, que siempre será Mr Bean en el imaginario del público, para interpretar al clérigo líder de una compañía de monjes adictos al chocolate, le quita peso anticlerical a una de las subtramas de los malvados.
De la fantasía del color, de la imaginativa puesta en escena y de los bellísimos decorados podría escribirse bastante. Igual que del acierto de una adecuadísima y energética banda sonora. Pero mejor, más que seguir leyendo sobre la película, ir corriendo a disfrutarla.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta
Un comentario
La película es genial en todo pero la aparición de los sacerdotes y los monjes la estropea. No tiene ningún sentido nada de lo que hacen y dicen, y hace mucho daño. Muchas de las personas que verán la película no saben nada sobre los sacerdotes, por ejemplo, y se van a quedar con la idea que trasmite esta película. Me llama la atención especialmente que es algo totalmente gratuito, no pega nada.
Los sacerdotes encubren a los malos (que son muy malos) solo por conseguir chocolate. La iglesia es la sede de sus operaciones, custodiada por unos monjes que no hacen nada de lo que en la vida real hacen los monjes o sacerdotes.
Pero aún peor me parece ridiculizar el sacramento de la confesión (hay una escena en la que el policía se confiesa de comer mucho chocolate y el sacerdote le dice que la tentación es muy fuerte mientras se come uno), y que el confesonario sea el pasadizo secreto hasta el lugar donde se reúnen los magnates del chocolate y traman sus maldades.
Y también ridiculiza un funeral, haciendo esperar la entrada a la iglesia del féretro y la viuda y familiares, y más burla aún, interrumpir el funeral por atender a una llamada del magnate del chocolate por el teléfono secreto.
Desde mi punto de vista, la elección del actor no reduce sino que agrava el tono de burla, ya que lo asociamos a lo cómico instintivamente.