La obra de Byung-Chul Han (Seúl, 1959), profesor de la Universidad de las Artes de Berlín, se sitúa en un singular término medio entre la profundidad filosófica y el fenómeno mediático. El éxito de esta clase de filosofía divulgativa no es una novedad en el panorama intelectual alemán, ya que el filósofo coreano sigue la estela de otros pensadores como Peter Sloterdijk o Rüdiger Safranski. No obstante, en comparación con las otras cinco obras de este autor traducidas al castellano, El aroma del tiempo destaca por ser un texto cargado de una especial profundidad filosófica.
El grueso del ensayo de Han presenta un minucioso diagnóstico sobre la crisis temporal de nuestra época. Según el autor, la época de la narración ha tocado a su fin con la irrupción de la posmodernidad. El tiempo narrativo –articulado y sostenido por un sentido– ha dado paso a un tiempo atomizado donde todos los momentos son iguales entre sí, ya que no existe un sentido que permita distinguirlos o priorizarlos. El corto plazo destierra al largo plazo, favoreciendo así el predominio de un presente fragmentado, vacío de duración, que se reduce a picos de actualidad. Se trata de un tiempo acelerado, pero carente de dirección. En palabras del autor, este tiempo “se descubre como una inquietud nerviosa que da tumbos de una posibilidad a otra”, sin permanecer en ninguna de ellas. No hay inicio al que regresar, tampoco una meta que alcanzar. “La inconclusión se convierte en estado permanente”, hasta el punto de que la misma muerte acontece a destiempo. Ante este preocupante fenómeno, Han apela a la poderosa sentencia de Nietzsche: “Todavía suena extraña esta doctrina: ‘¡Muere a tiempo!’ Morir a tiempo: eso es lo que Zaratrusta enseña. En verdad, quien no vive nunca a tiempo, ¿cómo va a morir a tiempo?”.
Sin embargo, la lucidez del diagnóstico contrasta con las soluciones propuestas por el autor. A fin de trazar un sendero hacia ese vivir y morir “a tiempo”, Han pone a dialogar tesis de autores tan dispares como Heidegger, Nietzsche, Baudrillard, Lyotard, Marx, Tomás de Aquino e, incluso, Marcel Proust. El resultado es una sucesión de reflexiones sugerentes, aunque a veces deslavazadas o faltas de un hilo conductor que las integre de forma articulada. Si bien Han sabe dejar claros sus objetivos desde el comienzo, los vericuetos que toma la argumentación en algunos capítulos apuntan a cotas difícilmente alcanzables por un ensayo filosófico breve como es El aroma del tiempo. Al tratar de abordar a tantos autores, Han no logra profundizar debidamente en todos ellos. Por otra parte, se echan de menos aclaraciones de ciertos conceptos –especialmente en el caso de Heidegger: Dasein, “Ser”, “se”–, tal vez desconocidos por el lector profano en filosofía.
En su búsqueda de una noción genuina de tiempo, Han deja de lado el tiempo narrativo y propone un “tiempo aromático”, que invita a ser aprehendido no tanto desde la acción, como desde la demora, a través de una actitud contemplativa y una mirada cordial. De este modo, las sentencias del filósofo coreano parecen abandonar el terreno de la filosofía para adentrarse por momentos en una suerte de teología negativa –“solo en lo no dicho de su lenguaje Dios es Dios”, siguiendo al místico alemán Meister Eckhart–, tan frecuente en el pensamiento del llamado “último Heidegger”. En palabras de Han, “la vida gana tiempo y espacio, duración y amplitud, cuando recupera la capacidad contemplativa”.