En este opúsculo de 1916, traducido por primera vez al español, Max Scheler hace una lúcida apología del arrepentimiento, frente a las teorías que niegan o rebajan su nobleza. Arrepentirse no es un acto inútil, ni psicológicamente anómalo o enfermizo; no se reduce a una reacción de miedo, o de venganza masoquista contra uno mismo, para sacudirse el remordimiento. Algunos dicen: “No hay que arrepentirse, sino aprender para hacerlo mejor la próxima vez”. Pero ¿de dónde –replica Scheler– saldrá la fuerza moral para cumplir el propósito de mejora sin el cambio interior que da el arrepentimiento?
Scheler muestra que el arrepentimiento es un ejercicio eminente de libertad y no se explica sin más por los factores psíquicos que lo rodean o pueden incitarlo. Arrepentirse no borra los hechos pasados, pero da un nuevo comienzo del vivir en que, liberados de la culpa, vencemos sobre la cadena de condicionantes. Por eso, “el arrepentimiento es la poderosa fuerza de autorregeneración del mundo moral que opera contra su continuo envejecimiento”: afirmación que, escrita en mitad de la Gran Guerra, indica –como anota el mismo Scheler– el remedio contra la corrupción colectiva.
En su análisis filosófico, Scheler alcanza los confines de la teología. La vivencia de arrepentirse reclama el perdón divino, y el impulso a renacer invita a pensar en la gracia. La realidad del arrepentimiento, dice, bastaría para revelarnos la existencia de Dios. Parece dejar así apuntada una forma necesaria de teodicea que está presente en la Biblia, pero que los filósofos han ejercido mucho menos. Pues si se ha de someter a examen la bondad de Dios frente a la evidencia del mal, no se puede hacer como si el mal fuera siempre cometido por otros.