La filosofía siempre se ha caracterizado por su amplia perspectiva, pero en muchos casos, y sobre todo en la época contemporánea, también ha sucumbido a la moda de la especialización. Pero el avance imparable de las biotecnologías ha hecho aflorar importantes dilemas éticos, cuya solución no puede depender solo de la ciencia. De hecho, resulta cada vez más indispensable el diálogo entre filósofos y científicos para sortear tanto los prejuicios cientificistas como la también irracional condena apocalíptica de todo adelanto científico.
El tándem formado por Lombo, filósofo, y Giménez Amaya, médico, manifiesta el valor de la integración de ciencia y filosofía y el enriquecimiento que se deriva para ambas disciplinas. En su primer trabajo, La unidad de la persona, estos autores partían de los datos aportados por la neurociencia; en este segundo hito de su itinerario intelectual, amplían su interés teórico para esbozar una “biología racional” y mostrar con datos científicos la distintiva constitución corporal del hombre.
Lombo y Giménez Amaya exprimen con rigurosidad la tradición aristotélico-tomista y las evidencias científicas para superar aquellos enfoques antropológicos que, aherrojados en el dualismo o el monismo, no aciertan a captar la especificidad humana. Y es importante refutar, tanto filosófica como científicamente, la tesis naturalista que advierte entre hombre y animal únicamente diferencias de grado. Ni cuerpo ni espíritu: el hombre es un ser corpóreo-espiritual unitario, que no puede ser reducido a ninguna de esas dimensiones, pues entre ellas hay una clara continuidad. Lo interesante, sin embargo, no es la interpretación filosófica que los autores hacen, sino cómo la enmarcan en su exhaustivo análisis del desarrollo biológico y psicológico del hombre que, precisamente, por la unidad de lo humano, se realiza pareja e inseparablemente.
Por otro lado, también estudian, como es habitual en antropología filosófica, los rasgos corporales del hombre, explicándolos como “formas fenoménicas de su racionalidad”. La bipedación, la versatilidad de la mano humana, la morfología del rostro o su capacidad lingüística manifiestan que la corporalidad y la anatomía del hombre se encuentran configuradas para servir a un ser dotado de razón. Pero la unidad de la persona no es perfecta; de ahí que Lombo y Giménez Amaya se enfrenten a los límites biológicos de la corporalidad, como la enfermedad o la muerte, y los interpreten como sucesos que también de una manera específica afectan al ser humano y revelan al hombre como ser dependiente. Desde este enfoque, la atención y el cuidado a quienes más sufren constituye un bien para la persona que lo presta.
En esta exploración antropológica y científica se pueden encontrar fundamentos sólidos y suficientes para defender la vida humana y la excepcionalidad del ser personal.