Después de quince años sin tener noticias uno del otro, dos hermanos, Edward y Lawrence, vuelven a encontrarse en circunstancias muy distintas. Edward, seis años más joven, es oftalmólogo y ha conseguido una desahogada posición económica. Lawrence, en cambio, se ha ido a pique: el tiempo ha esfumado aquellos rasgos que tanto fascinaban a Ed, un muchacho que creció a la sombra de su hermano en una familia en la que el padre había abandonado a su mujer poco antes de que naciera Ed.
Un poco molesto por la inesperada visita de su hermano, Ed, como ya hiciera quince años atrás, vuelve a deshacerse de Lawrence: le fuerza a que abandone la ciudad y desaparezca de su vida. La descripción de este breve encuentro, que ocupa unas pocas páginas al comienzo de la novela, sirve a Ethan Canin para presentar el carácter de Ed, un joven autocomplaciente y orgulloso de sí mismo.
Pero el reencuentro con Lawrence hace mella en Ed. En una extensa carta dirigida a Lawrence, que escribe después de su partida y que ocupa casi toda la novela, Ed repasa su infancia en Blue River y cómo todos sus actos sólo buscaban el agrado y la aprobación de su hermano mayor. Pero Lawrence siempre fue un joven autosuficiente y problemático, que además le trataba con un manifiesto desdén.
Al igual que en los relatos de El emperador celeste (donde aparece el germen de esta novela) y El ladrón de palacio, el norteamericano Ethan Canin (Wisconsin, 1960) confirma aquí su capacidad para penetrar en los pliegues de la psicología de unos personajes corrientes que disimulan sus flaquezas y su tristeza. Su aparente mirada aséptica sobre la realidad norteamericana y su pulcro y eficaz tratamiento estilístico lo emparentan con Raymond Carver y Richard Ford, dos de los más importantes representantes de lo que se ha venido a llamar realismo sucio, una peculiar manera de fotografiar la abulia y los defectos de la sociedad norteamericana de fin de siglo.