(Actualizado el 5-03-2014)
Para un sector de la sociedad la muerte es una confrontación, un “torvo adversario” al que hay que vencer con el adelanto tecnológico. Pero la muerte es simplemente un acontecimiento en la secuencia de ritmos de la naturaleza: no es ella nuestra verdadera enemiga, sino la enfermedad. Nada más es seguro, en esta visión horizontal del final de la vida, para Sherwin B. Nuland (1930-2014), profesor de Cirugía y Historia de la Medicina en Yale.
El autor nos introduce en un novedoso cóctel literario, donde los relatos de los últimos días de algunos de sus amigos y familiares se entremezclan con profusión de datos y descripciones divulgativas de las enfermedades, y se sazonan con algunas reflexiones del autor.
Para Nuland, un agnóstico inquieto por la muerte, la existencia transcurre en un marco “en el que caben todos los placeres y todos los logros, pero donde está presente también el dolor”, y hay que “hacer cosas porque se va el tiempo y hay que hacer sitio a otros, a los jóvenes…”; aflora alguna reflexión del autor, que explora el significado biológico de esa aparente tranquilidad que se implanta sorprendentemente y precede a los momentos finales de la vida. Aunque será en los capítulos finales donde el autor dará sentido al libro, con historias de pacientes terminales que se entremezclan con críticas a algunos errores en el modo de encarar la muerte por parte de los familiares o por los médicos. El capítulo VII aborda el grave problema del suicidio como eutanasia, alguna de cuyas formas son aceptables para el autor.
Con el sida, Nuland nos introduce en el drama de esas personas sobre cuya vida gravita una sentencia de muerte. Pero no vertirá un reproche sobre las conductas causantes de la extensión de la pandemia: el culpable es un virus irresponsable que se resiste a morir.
Por fin, aparece el cáncer y su espectro de dolor, cirugía y quimioterapia. Es el relato más caliente y quizás el más fluido y crítico del viejo cirujano frente a la Medicina académica. Quienes van a morir ahora son su hermano Harvey —judío practicante— y Bob DeMatteis, un católico poco religioso, que se reveló de un talante admirable en el contexto de una esperanza misteriosa que el autor no acierta a comprender. Para Nuland, el moribundo puede vivir distintas esperanzas, pero la más importante, la del abrazo eterno con Dios, no está, desgraciadamente, en la agenda del cirujano de Yale.
Mezcla de relato, divulgación médica y reflexiones humanistas, Cómo morimos es un libro, no siempre bien traducido, que puede atraer a muchos por la indudable originalidad de su diseño; pero es más que nada una explosión, una necesidad imperiosa de volcar sobre el papel las vivencias de un viejo médico preocupado por la muerte. El alegato de Nuland por la humanización del tramo final de la vida es elogiable. Lástima que por un agnosticismo que no oculta,el autor ofrezca una visión chata y pobre de la muerte, con graves errores en el planteamiento ético de la eutanasia.