El poeta Rainer Maria Rilke (1875-1926) hizo con su madre un pacto de pensar cada año el uno en el otro a las seis de la tarde de la víspera de Navidad. Para concretar esta costumbre, el autor de Elegías de Duino escribió todos los años, de 1900 a 1925, una carta navideña a su madre. Es el epistolario que reúne esta interesante edición (no se conservan las cartas que escribió la madre, a las que hace numerosas referencias el autor). Para Rilke, su abundante correspondencia (más de diez mil cartas) formaba parte también de su obra literaria.
Muchas cartas incluyen reflexiones profundas y muy íntimas sobre lo que significa la Navidad para Rilke, sobre su propia vida o sobre cuestiones de fondo. Por ejemplo, en 1909 escribió: “Nuestra vida es rápida y corta, Dios en cambio es lento y sin fin. Por eso siempre hay momentos en los que ambas cosas no parecen conciliables, y tampoco nos corresponde a nosotros saber cómo se concilian. Tan solo debemos estar ahí con el corazón abierto al misterio de que lo grande encuentre espacio en lo pequeño”.
En su correspondencia, su religiosidad, en otros momentos quizás más conflictiva y dubitativa, se vuelve segura y diáfana: “Hoy no se trata de leer sino de entrar dentro de uno y preparar en este día de fiesta el pesebre en el corazón, para que en lo más profundo de nosotros el Salvador venga de nuevo al mundo”.
Aunque el tono es siempre cariñoso y familiar, la relación de Rilke con su madre estuvo llena de fricciones. Cuando se rompió el matrimonio de sus padres en 1884, Rilke se quedó con un tío suyo mientras su madre se fue a vivir a Viena. La última vez que vio a su madre fue en 1915. En otras cartas escritas a otros destinatarios, refiriéndose a ella, la define como una mujer hermética, distante, inaccesible, poco cariñosa. Sin embargo, Rilke no falta nunca a su cita y todos los años envía su carta navideña, escrita con un estilo sincero, íntimo y cordial, como la penúltima: “¡Feliz Navidad! Volvamos la mirada, como cada año, a nuestros recuerdos tan familiares, hasta que nos encontremos el uno junto al otro, arrodillados en el escabel, sabiendo de antemano la sorpresa que mi corazón aguarda ignorante, palpitando muy fuerte y lleno de anhelo”.