La eutanasia es uno de esos problemas en los que la brecha entre lo que estipula la ley y su aplicación práctica puede ser grande. Por eso, más allá de los debates teóricos, es ilustrativo examinar la experiencia de los países que han emprendido ese camino. Siguiendo los pasos de Holanda, Bélgica legalizó la eutanasia en 2002. Los diez años transcurridos dan ya suficiente perspectiva para valorar sus efectos, como se ha propuesto hacer en este libro Étienne Montero, profesor de Derecho en la Universidad de Namur.
Si nos atenemos a la ley belga, la eutanasia solo puede practicarse sometida a unas condiciones estrictas. Pero, ¿quién debe verificarlas? Una Comisión de Control las revisa a posteriori sobre la base de la declaración del médico que ha practicado la eutanasia. Es decir, nada permite saber si todas las eutanasias practicadas son efectivamente declaradas, ni si las informaciones de los médicos son fiables. No es extraño, pues, que en diez años, ni un solo caso sospechoso haya sido remitido al fiscal. Sin embargo, la optimista interpretación oficial es que no hay ninguna “pendiente resbaladiza”.
Montero no se conforma con estas declaraciones formales, y analiza la aplicación de la eutanasia apoyándose en textos, hechos y datos verificables. Tomando una a una las condiciones que la ley exige, las contrasta con los datos conocidos y muestra la deriva que se observa en su interpretación. Su conclusión es que la eutanasia pasa de la excepción a la normalidad; el número de eutanasias practicadas no deja de crecer; si al principio solo se admitía para casos de dolor físico, ahora se admite cada vez más ante el sufrimiento psíquico; y tras la eutanasia voluntaria se abre paso la aplicación de la eutanasia no solicitada, cuando el paciente no puede decidir. La eutanasia de los dementes y de los niños está también sobre el tapete. Un panorama similar al que observó en Holanda el profesor Herbert Hendin, en su libro Seducidos por la muerte.
Así, en vez de plantearse cómo ayudar mejor con cuidados paliativos a los pacientes que sufren, la eutanasia se presenta como la respuesta más digna y, por tanto, lo que se espera de un enfermo razonable.
La conclusión de Montero es que “legitimar la eutanasia, incluso bien delimitada, con una ley, por esencia general y abstracta, es poner el dedo en un engranaje mortífero”.
¿Qué hacer entonces ante el enfermo terminal o crónico que pide la eutanasia? La respuesta apropiada de la sociedad y de la medicina debe ser “el rechazo de la obstinación terapéutica, el alivio profesional del dolor y de los síntomas, el cuidado para el bienestar, el acompañamiento humano de calidad…”. Algo más complejo, pero más digno y humano que la inyección letal.