En este libro, Ayala arroja luz sobre los misterios de la vida humana, su evolución y los límites que, siendo realistas, ha de afrontar en el futuro la biotecnología. Leal al mandato de rigor científico, se aleja del sensacionalismo y del furor cientificista que apuesta por el progreso a costa de la dignidad del hombre. Porque parece que a algunos científicos les agrada más difundir “fatuas promesas” que ponderar las repercusiones eugenésicas de sus propuestas o admitir que ni los últimos métodos de modificación del ADN –entre ellos, el CRISPR– ni las intervenciones embrionarias, a pesar de su ruido mediático, son a día de hoy procedimientos seguros.
Aun a riesgo de ser acusado de especismo, Ayala afirma que el hombre es un animal único gracias a que en su historia natural actúa otra dimensión, más decisiva, que transciende la biología e incluso la transforma: la cultural. La teoría biológica de la evolución no reclama anular las diferencias entre el hombre y otros seres vivos, sino que las subraya.
El ser humano es un organismo vivo y, al mismo tiempo, un animal simbólico. En él confluyen la evolución biológica y el descubrimiento de la cultura. Además, la ciencia constituye uno de esos fenómenos culturales que ha permitido al hombre superar los márgenes de su dotación genética y transformar el medio para adaptarlo a su condición. Y aunque Ayala no saca conclusiones, es evidente que precisamente por su capacidad de superar la fatalidad del entorno, el hombre puede vencer con la benevolencia de sus obligaciones morales –el cuidado al necesitado, por ejemplo– el inmisericorde rigor de la selección natural.
No se trata de demonizar la medicina genética: ha mejorado la calidad de vida y nadie puede negar que la lucha contra la enfermedad constituye uno de los grandes logros de la ciencia. Pero Ayala señala que muchas de las intervenciones son tan perjudiciales como quiméricas. La clonación de un ser humano, por ejemplo, es imposible: se pueden copiar genes, pero la persona –genotipo y fenotipo– es insustituible e irrepetible, afirma.
La reflexión sobre la naturaleza humana no puede sortear la dimensión biológica, pero esta sola no es suficiente: tal es el mensaje principal que transmite Ayala. No entra en la dignidad humana ni aborda el estatuto del embrión; tampoco rechaza las nuevas técnicas porque destruyan vidas humanas. Pero Ayala es un científico que atisba la perspectiva espiritual y reconoce que la cultura, la religión y los límites éticos son importantes en el diálogo sobre las posibilidades que hoy nos ofrece la ciencia. Anhela descubrir la causa material de lo que supera la materia, pero en vano; es entonces cuando se da cuenta de que la ciencia todavía tiene que vérselas con el misterio.