Mueren los hombres, pero no sus ideas. Algo así se puede decir, con razón, de René Girard, fallecido en 2015, pero autor de una obra cuya potencia explicativa no ha hecho más que empezar a revelarse. Bastaría para comprobarlo con echar una ojeada a los congresos o investigaciones actuales sobre la mímesis o el chivo expiatorio, o constatar, por ejemplo, el interés despertado por esta larga conversación entre el antropólogo francés y dos colegas en los ya lejanos setenta, todavía inédita en castellano y que ve la luz ahora bajo el sello de Sígueme.
Girard es, ante todo un desmitificador, un rastreador, un pensador a contracorriente, sin reparos para verse las caras con las grandes tendencias intelectuales, como el estructuralismo o el psicoanálisis. Se formó en ellas, pero salió de su cobijo fascinado por una verdad que descubrió por el estudio perseverante de la literatura. No es la sexualidad enfermiza, ni una disposición anónima y carente de vida como la estructura, lo que subyace a la dinámica humana, sino el deseo mimético, que nos hace codiciar lo que anhela el prójimo y nos enfrenta irremisiblemente a él.
A través de un diálogo premioso, Girard expone las claves de su obra y rivaliza con las críticas. Cosas ocultas desde la fundación del mundo constituye, pues, una manera directa, y menos compleja, de acercarse a la entraña de su propuesta, según la cual el edificio de lo humano se asienta sobre un sacrificio primigenio. La cultura germina, en definitiva, gracias a la sangre de una víctima que concentra la aversión por el otro originada por la mímesis, zanjando la predilección del ser humano por la violencia.
Girard no hace especulaciones –es una lástima, de todas formas, que pesen en él los prejuicios antifilosóficos, como si la metafísica fuera inevitablemente el sueño de un visionario–. Insiste en que su antropología nace de la constatación empírica, tras un pormenorizado rastreo de los mitos fundacionales de la cultura. Incluso su llegada al cristianismo parte de una lectura pertinaz y antropológica de las Escrituras, en la que se percata del avance que supone el mensaje de Cristo. Ni religión, ni mito; los Evangelios desacralizan la cultura y conducen al hombre hasta la mayoría de edad, conminándole a asumir la responsabilidad por lo que estaba oculto: la inocencia radical de la víctima.
La teoría girardiana da que pensar y desvela muchas de las brumas de nuestro presente. Por ejemplo, el francés detecta que algunas corrientes de pensamiento contemporáneas están condicionadas por prejuicios anticristianos, cuando precisamente el cristianismo puede curarnos de la crueldad originaria. Lo cual no quiere decir que las sugerencias de Girard sean indiscutibles. Ahora bien, muy pocos negarán su contribución al estudio del hombre y la conveniencia de recurrir a él para analizar el victimismo de hoy o ese resentimiento, casi mecánico, que disipa el rostro del prójimo y lo convierte, fatalmente, en antagonista.