Rialp. Madrid (1992). 190 págs. 1.350 ptas.
Wilhelm Raabe (1831-1910) llevó la narrativa alemana hasta las puertas del siglo XX. Escritores como Thomas Mann o Hermann Hesse utilizaron muchos de sus innovadores recursos técnicos. En Crónica del callejón de los gorriones, su primera novela -la escribió en 1854, con 23 años-, se aprecia la influencia que tuvo el romanticismo al comienzo de su trayectoria literaria. Una influencia que luego iría debilitándose en obras posteriores, como La galera negra, Abu Telfan o Zampabollos.
En esta novela, Raabe se sirve como narrador de un anciano que va anotando en su diario lo que ve desde su buhardilla, situada en una callejuela del Berlín de mediados del XIX. Las personas que van apareciendo al otro lado del cristal le traen nostálgicos recuerdos, que le llevan a sentirse muy poca cosa en un mundo que va cambiando.
Con gran agilidad literaria, Raabe lleva a buen puerto esta sugestiva mezcla de descripciones costumbristas y evocaciones nostálgicas, con las que esboza las ideas que impregnarán toda su producción literaria: la amargura, la muerte, el paso del tiempo… como temas centrales, pero aliviados por la comprensión y la ternura hacia el ser humano.
Raabe hace este análisis de la condición humana a través de un grupo reducido de figuras modestas, muy normales, que se desenvuelven en un escenario extremadamente pequeño. Este planteamiento, típico de casi todas sus obras, responde en cierto modo a su propio modo de ser. De hecho, a medida que sus novelas comenzaron a difundirse por Alemania, Raabe tendió a encerrarse en sí mismo, a buscar una soledad voluntaria que le llevó a huir de las ciudades populosas.
El propio Raabe reconoce en este libro que lo que describe «puede ser un mundo pletórico de interés para el escritor y un mundo inundado de aburrimiento para el extraño, para el intruso en cuyas manos puedan caer estas páginas».
Sin duda, se trata de una opción literaria singular, por su falta de ilación narrativa. Pero el sentimiento que pone Raabe al llevarla a cabo logra dar vida a estos cuadros impresionistas, casi carentes de acción.
Eduardo Campos