Catedrática de Filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, Victoria Camps ha escrito numerosos ensayos sobre cuestiones relacionadas con la ética de la sociedad actual: Una vida de calidad, Reflexiones sobre bioética, Manual de civismo (en colaboración con Salvador Giner), El siglo de las mujeres, Paradojas del individualismo… En todos ellos, directa o indirectamente, reflexiona también sobre la educación y su papel en la formación de la ciudadanía.
En Creer en la educación parte del supuesto de que los modelos educativos del pasado están periclitados y que hay que buscar una nueva forma de educar, con parámetros y valores distintos. Con el modelo anterior a la LOGSE se muestra muy crítica, aunque su descripción sea un tanto esquemática y simplista. Sin embargo, la aprobación de la LOGSE y de la LOE no ha conseguido los resultados esperados, como se encargan de demostrar los informes nacionales e internacionales. Camps reconoce que las cosas no funcionan: “Nos encontramos en medio de una confusión y un desconcierto tales que hemos acabado abdicando de obligaciones fundamentales como la de educar en los valores más básicos y necesarios”.
Para Camps, la educación que se ha construido durante los últimos años ha sido contra el modelo anterior. Todo lo que encajase con este objetivo, se idealizaba al máximo. Pero el resultado, años después, es “la desorientación total”. Los sistemas educativos aprobados durante la democracia se han apoyado en teorías pedagógicas que han multiplicado algunos errores pedagógicos y en el ensalzamiento de la innovación por la innovación. La realidad es que “la educación se encuentra inmersa en la línea de pensamiento posmoderno, débil, relativista, destructor inmisericorde con el pasado, pero incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro. Una serie de teorías pedagógicas igualmente posmodernas han revitalizado el mito de la bondad natural de la infancia, bondad que la sociedad pervierte indefectiblemente, según la propuesta de Rousseau”.
Camps se dirige especialmente a aquellos que defienden exclusivamente la escuela pública, la única que, para la autora, garantiza la igualdad de oportunidades y la que es capaz de superar todas las discriminaciones.
Resulta muy parcial la visión que tiene de la enseñanza no estatal. Las pocas veces que Camps habla de la enseñanza concertada dice, sin inmutarse, que sólo acoge a los sectores más favorecidos. Con lo cual parece que no menos de un tercio del alumnado está en tan privilegiada situación. Pero Camps debería plantearse si el crecimiento de la enseñanza concertada no indica precisamente una huida de la desorientación y de la abdicación de criterios educativos que aqueja a tantos centros públicos.
El libro resulta interesante por la radiografía que hace de lo que está sucediendo en la educación española. En este sentido, es más eficaz el diagnóstico que la terapia. En esto coincide con los análisis que han hecho Salvador Cardús (en El desconcierto de la educación y Bien educados (ver Aceprensa 92/06), Fernando Savater (en El valor de educar, ver Aceprensa 82/97) y diferentes profesores que han denunciado el declive de la educación, como hace Ricardo Moreno en su demoledor Panfleto antipedagógico (ver Aceprensa 92/06).
Como los anteriores, defensores en su momento del modelo que emana de la LOGSE, Victoria Camps reclama un cambio de rumbo y la recuperación de valores y virtudes que deben estar siempre presentes en la educación, como el respeto, la autoridad, el esfuerzo y la disciplina, aunque el fin de la educación, lógicamente, debe ir más allá. Eso sí, como ya hiciera Cardús en Bien educados, se intenta por todos los medios que su discurso no suene a reivindicación nostálgica de valores tradicionales, sino que intenta hacer ver que esos valores siempre han formado parte intrínseca del progresismo. Su análisis sobre los ideales que mueven hoy día a la juventud resulta esclarecedor, así como su defensa del trabajo de los profesores y algunas de sus propuestas educativas de fondo, aunque dudo de que tengan algún eco -práctico- entre los políticos, sindicalistas y agentes sociales que dirigen hoy día la educación.
Se agradece que reconozca el papel de la familia en la educación, papel que ha sido puesto bajo sospecha durante muchos años en beneficio de la escuela y de la comunidad: “La escuela tiene también la obligación de educar, como la tienen los poderes públicos, pero la responsabilidad primaria y fundamental es de la familia”.