Paidós. Barcelona (1996). 127 págs. 1.100 ptas.
Gianni Vattimo (Turín, 1936), profesor de Filosofía teorética en la Universidad de su ciudad natal, es famoso por su propuesta del pensiero debole (pensamiento débil), notable exponente de la postmodernidad. Seguidor de la hermenéutica de Gadamer, próximo a Foucault o Derrida, postula una «ontología débil», que no se compromete sobre la existencia de realidades o verdades objetivas. Así se expresa en obras como Las aventuras de la diferencia (1980), El pensamiento débil (1983; ver servicio 66/88), El fin de la modernidad (1985; ver servicio 89/86) o La sociedad transparente (1989).
Según Vattimo, no se puede ir más allá del lenguaje, de la cultura: todo lo que podemos hacer es formular interpretaciones. Admitir esto conduce a la tolerancia universal, sostiene. En cambio, «la ilusión de eliminar todas las barreras ideológicas alcanzando un punto de vista verdaderamente objetivo está peligrosamente orientada al totalitarismo», dice en Filosofía, política, religión (Ed. Nobel, 1996).
Vuelta al cristianismo
Con estas premisas, no es de esperar que Vattimo simpatice con ninguna religión que suponga un credo «fuerte». Originalmente católico, se apartó luego del cristianismo, pero ahora, explica en Creer que se cree, ha regresado a él. Pero ¿a qué cristianismo ha «vuelto»?
Aunque la primera edición vio la luz a principios de 1996, Creer que se cree refleja un proceso interior de Vattimo que es muy anterior. En el tiempo transcurrido desde la publicación han quedado delimitados con mayor claridad los términos en los que el autor enmarca su pretendido acercamiento al cristianismo.
La obra no se presta fácilmente a un juicio de valor: su estilo marcadamente personal, casi de desahogo, unido al hecho -confesado varias veces por el autor- de no concluir la línea argumental, la hacen tremendamente sugerente pero poco propositiva. No se quiere decir con esto que no se deje ver a lo largo de todo el texto el rigor analítico y la competencia filosófica del autor. Quedan sin duda como resultado positivo de la lectura dos elementos que son subrayados al principio: por una parte, el hecho de que no es posible interpretar la cultura occidental sin una referencia precisa al cristianismo; por otra, la afirmación radical del fin del ateísmo: ya no hay motivos válidos para declararse ateo.
Si esto es así, entonces la civilización contemporánea ha creado una especie de gran motivo de credibilidad, que empuja al hombre actual nuevamente hacia la fe. Los principios del pensiero debole desembocan naturalmente en esta apertura.
El desencanto ante la moderna civilización de la técnica -incapaz de responder a las cuestiones últimas del ser del hombre-, que en cierto modo está al inicio de la ontología «debolista», supone también una ulterior y más insistente demanda de sentido.
Fe igual a nihilismo postmoderno
En este punto se manifiesta ya una primera discordancia, que conviene subrayar, entre la doctrina de Vattimo y la línea mantenida por el reciente magisterio de la Iglesia (al que Vattimo, especialmente en la figura del actual Pontífice, manifiesta una notable hostilidad). A primera vista, las tesis de estas dos instancias, por lo dicho anteriormente, parecen coincidir: desde el Vaticano II la Iglesia insiste en la imperiosa necesidad de Dios presente en el hombre contemporáneo (cfr., por ejemplo, Gaudium et spes, n. 19a). ¿Dónde está, entonces, la discordancia? El magisterio indica un camino que requiere una elección radical: la demanda del hombre es una encrucijada con dos vías opuestas, que son el abandono absoluto a un don de redención y la cerrazón nihilista en sí mismo. La vía justa comporta un acto de fe que, en último término, viene totalmente de fuera.
En la doctrina «debolista» de Vattimo, sin embargo, se da una absoluta identidad de las dos vías: respuesta de fe y nihilismo postmoderno son una sola cosa. La fe del creyente imperfecto, como inadecuadamente llama a quien cree que cree, no se infiere de una instancia externa y por encima de uno mismo: viene a ser la expresión conceptual de su ser limitado, de la que busca una «razonable interpretación sin pretensiones de universalidad».
En este sentido, Vattimo afirma que la Encarnación, expresión fundamental del don divino al que se abre el creyente, comporta la «disolución de lo sacro en cuanto violento» y el rechazo de toda pretensión de norma definitiva de la fe o de la moral que no sea el principio de la caridad. El elemento central de la Encarnación es reducido a la kenosis radical de la divinidad: como si Dios al encarnarse hubiese sumido su trascendencia en la inmanencia de la historia. La tradición cristiana, en cambio, ha visto siempre en la Persona de Jesucristo una misteriosa simultaneidad de trascendencia e inmanencia: verdadero Dios y verdadero Hombre. La composición del puzzle entre fe y razón no se da en un solo plano. En cambio, en el sistema de Vattimo todo se recompone en un solo plano: no es necesario un acto de fe sobrenatural.
El desarrollo de este núcleo se realiza a través de la secularización, que es el despliegue en la historia de la kenosis de la Encarnación. El problema es que la secularización que entiende Vattimo no acaba de ser compatible con la idea cristiana de secularización: en parte es verdad, pero no es toda la verdad. No se puede afirmar, dice el autor, que la kenosis histórica de la divinidad conlleve una indefinida negación de Dios al estilo de las recientes teologías de la secularización: es necesario un principio hermenéutico de interpretación, y este principio es la caridad.
La débil fe del creyente débil
Pero ocurre que el principio de la caridad que propone Vattimo no tiene nada que ver con el que es propio de la revelación cristiana. Para ésta, el principio de la caridad es el Espíritu Santo, que hace posible la unión real de cada instante de la historia con Cristo. Gracias a la misión del Espíritu Santo como nexo dentro y fuera de la Trinidad podemos decir los hombres que somos «amigos de Dios».
Ser y sentirse «amigo de Dios» para Vattimo, sin embargo, consiste únicamente en rechazar cualquier instancia en la que la voluntad divina pretenda imponerse a la voluntad humana, considerando ésta, en definitiva, como única norma. Por no hacer referencia al ámbito de la justificación «cristiana» del comportamiento homosexual del autor, resulta significativo el argumento dado a favor de la ordenación sacerdotal de mujeres: iría contra la caridad -y por tanto no sería cristiano- no concederla a aquellas que sienten un vivo deseo de recibirla.
Consecuentemente con esto, hay que interpretar en clave «debolista» la doctrina sobre el pecado: la tarea moral queda reducida a respetar -como tiene que hacer Dios- la voluntad de los otros. El problema es que, como muestra la experiencia universal, la voluntad humana no está en su situación ideal… En definitiva, sin el obrar trascendente y definitivo del Espíritu Santo la salvación que procede del «Dios amigo» acaba por ser una autoproducción del hombre -lo que es un contrasentido-, y el supuesto «amor de Dios» no pasa de ser una autoconsolación de las propias necesidades afectivas. Una salvación y un Dios como los que propone Vattimo casi no vale la pena que existan.
José M. Galván