Existe un peligro al escribir sobre Ernest Hemingway (1899-1961): los ex-cesos que tuvo en su vida contaminaron su literatura. En su caso, y como en pocos escritores, vida y literatura siempre estuvieron relacionadas. Pocos escritores supieron sacarle tanto partido literario a sus aventuras personales, historias -y leyendas- con las que dio forma a su singular, romántica y primitiva visión de la existencia. Esto se aprecia en sus novelas más celebradas, como Fiesta, Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas, El viejo y el mar…, y en los numerosos relatos que escribió y que, como suele ser habitual en un buen puñado de escritores norteamericanos, quizás sea lo mejor de su literatura.
En 1938 reunió todos sus cuentos en un libro que tituló Los cuarenta y nueve primeros cuentos, que son los que ahora se reeditan en una nueva traducción a cargo de Damián Alou y donde están sus relatos más conocidos, como Los asesinos, La breve vida feliz de Francis Macomber, Las nieves del Kilimanjaro, Cincuenta de los grandes y otros muchos que contienen sus habituales ingredientes.
Hay cuentos ambientados en el mundo del toreo, que ya se sabe que fascinó a Hemingway por el aroma de brutalidad, tragedia, heroísmo, machismo y muerte que desprendían sus protagonistas. También comprobamos cómo le entusiasmaban las situaciones límite, aquellas donde el hombre da lo mejor -o lo peor- de sí, como los cuentos ambientados en la guerra civil española.
Hay relatos sobre el mundo del boxeo, la naturaleza, la pesca, la guerra… Y también hay narraciones ambientadas en África y sobre la caza mayor, aunque luego se hable de amor, tragedia, fracaso y muerte. Algunos relatos son emblemáticos a la hora de mostrar su concepción agónica de la existencia, donde lo importante es la lucha terrestre y vital.
Adolfo Torrecilla