Darwinismo. El fin de un mito

Espasa Calpe. Madrid (2000). 330 págs. 4.100 ptas. Traducción: Elena Cisneros.

TÍTULO ORIGINALLe darwinisme ou la fin d'un mythe

GÉNERO

Rémy Chauvin es un biólogo de prestigio internacional, profesor honorario de la Sorbona y autor de más de cuarenta obras científicas. En este libro se pregunta en qué medida las afirmaciones fundamentales del darwinismo se basan en pruebas científicas.

Recordemos que la teoría de la evolución se ocupa básicamente de tres cuestiones. En primer lugar, ha de demostrar el hecho evolutivo en sí, con pruebas de que las especies cambian a través del tiempo y se transforman en otras. La segunda cuestión consiste en abordar el estudio de la historia de la evolución: establecer las relaciones de parentesco entre los diversos organismos -actuales o extinguidos- a fin de determinar el momento en el que unos linajes se separaron de otros y dibujar así el árbol genealógico de todas las especies. Finalmente, la teoría estudia las causas de la evolución. En este último punto se centra la crítica que Chauvin hace al darwinismo.

La doctrina darwiniana sostiene que las causas que permiten el desarrollo evolutivo de las especies son las mutaciones al azar y la selección natural. Las mutaciones son «errores» ocasionales en la replicación del ADN, que pueden heredarse de una generación a otra. Desde el extremo de lo inapreciable al de lo letal, las consecuencias de una mutación génica pueden ocupar cualquier punto intermedio, y dependerán siempre del ambiente. Si una mutación permite adaptarse mejor al medio, los individuos portadores sobrevivirán con más facilidad y se reproducirán con más frecuencia que los que no la posean, hasta que, con el paso del tiempo, lleguen a sustituirlos por completo.

De este modo aparece la otra gran causa de la evolución de las especies, según los darwinistas ortodoxos: la selección natural, por la que se conservan las diferencias favorables y se eliminan las perjudiciales. Los efectos de la selección natural se miden por un parámetro denominado fitness: la «adecuación» adaptativa del fenotipo (el conjunto de características externas de los individuos) al entorno.

Débil base empírica

Según Chauvin, la base del darwinismo es científicamente débil. Chauvin está convencido del hecho de la evolución; pero no ve que sean tan evidentes algunas ideas al uso del modelo darwiniano, sobre todo en lo relativo a los mecanismos que gobiernan la evolución.

Un ejemplo es el gradualismo, otro de los grandes pilares del darwinismo ortodoxo. Según esta tesis, la evolución se produce de modo gradual, por acumulación paulatina de mutaciones producidas al azar, que al haber permitido la mejor adaptación al medio, han sido favorecidas por la selección natural. A medida que las mutaciones beneficiosas se van acumulando en los individuos de una especie, ésta se va «alejando» genéticamente de sus predecesores hasta convertirse en una especie nueva.

El problema consiste en poder establecer en qué preciso momento de la gradación se ha producido la transmutación específica. Frente al gradualismo, Stephen Jay Gould propone la teoría del equilibrio puntuado, según la cual la evolución de las especies se produce de forma abrupta.

Si el gradualismo es cierto, observa Chauvin, ha de existir en todas las especies una inmensa cantidad de formas intermedias. El problema estriba en que apenas hay rastro de ellas. Incluso Ernst Mayr (uno de los fundadores, a principios de los años treinta, de la teoría sintética o neodarwinismo, y por quien Chauvin profesa un sincero respeto) reconoce que «no hay ninguna prueba concluyente de un cambio de especie dentro de un género o de la emergencia gradual de una novedad evolutiva».

El registro fósil no concuerda

Tampoco el registro fósil apoya el darwinismo: «La imagen que nos proporcionan los fósiles no concuerda en absoluto con las tesis gradualistas», señala Chauvin. Y añade: «No hay fósiles que nos muestren un paso gradual a los cordados, o que relacionen a estos con los vertebrados, a los que teóricamente dieron lugar. El primer vertebrado conocido ya tenía cráneo y huesos calcificados. La situación es peor aún en los insectos. Su origen y las relaciones entre los diferentes órdenes se desconocen. El origen de las plantas es aún más oscuro que el de los animales».

Otro punto débil del darwinismo clásico es el concepto de adaptación de las especies al medio. El gran problema es cómo medirla de una forma objetiva y universalmente válida. Si eso no se logra, la teoría sólo dice que las especies adaptadas han sobrevivido: una trivialidad que no explica nada. Chauvin pone un ejemplo concreto de este problema. En nuestros bosques hay hormigas que ven relativamente bien y hormigas que prácticamente son ciegas. Sin embargo, no se puede decir, en absoluto, que las unas vivan mejor que las otras. Y, lo que es más grave, ¿qué experimento científico podríamos realizar para demostrar que una especie de hormigas está mejor adaptada que la otra? Se podría alegar que las respuestas adaptativas de las especies son múltiples y variadas; muy cierto, pero precisamente esa enorme variabilidad impide saber por qué ciertos cambios son adaptativos y otros no.

El darwinismo como creencia

Ante esta falta de suficiente fundamento empírico, Chauvin afirma que el darwinismo no es simplemente una teoría, sino que se trata, más bien, de una creencia, ya que alberga toda una ideología. Y el denominado creacionismo científico defendido por el protestantismo norteamericano no es una alternativa válida al darwinismo radical, ya que tampoco explica nada.

Chauvin no siente ningún tipo de simpatías por los creacionistas, pero reconoce que los darwinistas radicales hacen trampas, pues elaboran un concepto erróneo de Dios que luego les resulta sumamente fácil criticar. Es lo que él denomina un «Dios carpintero», que echa una mano al mono para que pase a ser un homínido y, más tarde, un humano.

La consecuencia práctica es que los darwinistas plantean un falso dilema: o se cree en Dios o se cree en Darwin. Chauvin no está conforme con este planteamiento. «No hay sólo dos posibilidades, hay tres: creer en Darwin, creer en el concepto ingenuo de Creador, o la tercera posibilidad, la más objetiva, confesar que no sabemos lo suficiente como para sacar conclusiones». Ahora bien, para ser del todo objetivos, el científico francés todavía se deja en el tintero una cuarta opción: la afirmación de un concepto correcto de Dios, sin que la objetividad de tal concepto signifique negar el misterio que envuelve lo divino.

Las conclusiones de Chauvin al final de la obra parecen bastante razonables: «Lo que debemos hacer es investigar, tratar de entender. Y olvidar el orgullo. Todavía sabemos muy poco: no lo suficiente para vaticinar y pretender, como hacen los darwinistas, que ya lo entendemos todo o, lo que es lo mismo, que tenemos la teoría definitiva».

Inteligencia Universal

Pero la propuesta personal de Chauvin deja en el lector una cierta decepción, puesto que tan sólo se limita a mencionarla, con lo que resulta poco convincente. Chauvin cree que existe una Inteligencia Universal que ha dispuesto una doble programación finalista en los seres vivos (lo que hace de él un sacrílego para los darwinianos: ¡un evolucionista que acepta la teleología!). Uno de estos programas teleológicos sería a corto plazo y estaría vinculado a los genes. El otro programa finalista estaría «situado sin duda [?] en el citoplasma, y del cual dependería la auténtica evolución de las especies». Para quienes puedan ver en Chauvin un buen compañero de viaje, andar con él este pequeño tramo del camino no deja de ser algo complejo.

Para Chauvin existe un hecho indudable: «La indiscutible inteligencia que revelan las prodigiosas máquinas biológicas que tenemos ante nuestros ojos, asunto que resulta irritante para los materialistas. Pero no pueden pretender evadirlo ingenuamente atribuyendo a la selección natural todos los poderes que no menos ingenuamente se atribuían a la Providencia divina». Puede que sea cierto, pero si se tilda de ingenua la creencia en el concepto clásico de Providencia divina, ¿cómo se ha de calificar la aceptación de un plan divino -¿también providencial?- que guía desde el citoplasma celular la evolución de las especies?

Ahora bien, si en la naturaleza hay una finalidad, si existe algún tipo de programación, alguien debe haberla hecho: «No seamos hipócritas -exclama Chauvin-, cierto es que todo programa supone la existencia de un programador». Correcto, pero entonces se impone una pregunta lógica: ¿quién es ese programador? Con gran honradez, el científico francés reconoce que no tiene respuesta para esta pregunta. «No sabemos qué es esta inteligencia, no sabemos de dónde viene». Así, pues, Chauvin acaba declarándose, desde este punto de vista, agnóstico. Y es la postura más coherente, puesto que la ciencia, de suyo, no puede demostrar ni la existencia ni la inexistencia de un Dios creador y providente. Lo único que puede hacer es reconocer la existencia de un orden natural causado por una inteligencia suprema, tal como hace Chauvin al final de esta obra.

Chauvin somete las tesis fundamentales del darwinismo más ortodoxo a una crítica exigente. El tono, a veces, no es el más adecuado. En ocasiones sustituye la crítica racional de los argumentos darwinistas por la descalificación ad hominem, con lo que se incurre en uno de los errores propios de los darwinistas radicales como Dawkins o Dennett. Y la conclusión de Chauvin resulta un tanto decepcionante, pues alude a una tesis propia que sólo esboza.

En definitiva, Darwinismo. El fin de un mito es una obra interesante, apta para provocar una fuerte polémica en ámbitos académicos, con el previsible rechazo de los partidarios más incondicionales del darwinismo radical. Y esto último, no sólo por la crítica en sí: también porque el evolucionismo de Chauvin parece ser compatible con el teísmo, aunque esto último aparece en esta obra de un modo confuso e impreciso.

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