Lumen. Barcelona (2007). 332 págs. 17 €. Traducción: Ernesto Montequin.
El nombre de Julian MacLaren Ross se identifica con la intrigante y disoluta vida bohemia del Soho londinense de los años cuarenta y cincuenta. Fue cuentista, novelista, guionista de radio, cine y documentales para la BBC, dandi y vividor. Nació en Londres en 1912, de ascendencia escocesa, cubana e hindú, pasó su infancia en la Costa Azul francesa y los balnearios de Bournemouth, en el sur de la costa inglesa. Su visión en apariencia indolente, su tierno desarraigo, su estilo neto, su ausencia de retórica y su exactitud cinematográfica, le convierten en un descubrimiento indispensable para aquellos lectores que aún no le conocíamos.
Esta novela fue publicada en 1947. Tras una temporada como periodista en Madrás, Richard Fanshawe regresa a Londres y encuentra trabajo como vendedor de aspiradoras. Estamos en la Inglaterra de la preguerra mundial. A Fanshawe la guerra le importa poco. Bastante tiene con sobrevivir cada día, realizar con el mejor ánimo sus demostraciones de limpieza, e intentar colocar un aparato a alguna ama de casa distraída. Pero todo da un vuelco cuando su mejor amigo, Derek, se marcha de la ciudad por trabajo y le hace prometer a Fanshawe que cuidará de su caprichosa esposa, Sukie. Comienza así una turbulenta y cómica relación entre Fanshawe y Sukie, tan excéntrica y disparatada como las situaciones del trabajo de Fanshawe y los personajes que le rodean: perdedores, buscavidas, estafadores, eternos soñadores y otras entrañables criaturas.
Mac Laren Ross va al grano. No anda con rodeos ni convenciones. Lo que cuenta es sencillo, sin descripciones superfluas, con elipsis deliciosas, con improvisaciones de personajes que entran y salen sin más sentido que la vida de cada cual que va y viene. «De amor y hambre» es como una interpretación frenética y triste de un grupo de jazz en un pub de primera y última hora en Fitzrovia, en el cogollo londinense, sin sentencias, sin frases dichas, sin ni siquiera sugerencias sobre cómo son o cómo deberían hacerse las cosas.
César SuárezACEPRENSA