La autora traza un claro perfil de lo que denomina “la nueva revolución social”, una deriva de la revolución sexual de 1968. Junto a los movimientos de corte feminista que pedían el reconocimiento de la igual dignidad de la mujer, otros abrieron una vía distinta al comenzar rompiendo la relación entre sexualidad y fecundidad para sostener luego que “femenino” y “masculino” son solo categorías culturales. Así, cada uno decide su identidad y su comportamiento sexual –su “género”–, que puede cambiar a voluntad.
En este planteamiento se solapan el deseo de superar planteamientos sexistas y un proyecto ideológico de crear una sociedad nueva en la que no rijan ya los patrones de naturaleza, sexo, familia, matrimonio. Conseguida la equiparación de todas las uniones sexuales, el siguiente paso es desterrar del lenguaje, del derecho y de la opinión pública aquellos conceptos considerados arcaicos.
Se podría pensarse que esa labor de ingeniería social es una utopía si no fuera por la fuerza que tienen los grupos que la apoyan y la velocidad de los cambios que están provocando.
