“El hogar estadounidense medio posee más de trescientos mil objetos. Los estadounidenses compran el 40 de los juguetes del mundo, a pesar de que solo tienen el 3 por ciento de los niños del mundo”. No era precisa una constatación tan elocuente para darse cuenta de que el consumismo, para quien puede permitírselo –y también para quien no–, se ha convertido en una actitud tan arraigada que ha acabado por extenderse a ámbitos no materiales. La acumulación de objetos se complementa ahora con la suma de experiencias, viajes, emociones, momentos, información, conexiones. Ante esta saturación, no son pocos los que han reaccionado lanzándose a la búsqueda de lo sencillo y esencial, y tras ellos ha ido el crítico cultural y periodista Kyle Chayka (Portland, Estados Unidos, 1988).
Tras una reflexión sobre el fenómeno Marie Kondo, la entusiasta japonesa del orden y el desprendimiento, con breves incursiones en sus imitadores, este ensayo abandona el terreno de la cultura popular para explorar los orígenes arquitectónicos del minimalismo y su influencia posterior, principalmente en la música, con el icónico 4’33” de John Cage como emblema. Esta composición silenciosa, a la que su autor llegó después de años de esfuerzo y reflexión, admite todo tipo de lecturas, y el escarnio no es la más infrecuente. Sin embargo, Chayka aporta el contexto en el que se creó, de dónde venía la cultura en la que nació, y hacia donde se dirigía previsiblemente, y esa visión amplia consigue, al menos, que la propuesta de Cage y otras cercanas adquieran más sentido.
Lo mismo ocurre con la escultura: uno de los artistas a los que estudia decidió retirarse al desierto para crear composiciones en roca, y lo importante, una vez más, no es tanto el resultado como la filosofía que lo anima. Al despojar a las manifestaciones artísticas de gran parte de su materialidad, se fuerza al espectador a volverse hacia el silencio, el vacío y lo no previsto, y el resultado puede ser desolador si se descubre que detrás de ellos, al igual que en su opuesto consumista, tampoco hay nada.
Esta clase de paradojas, y la habilidad para cambiar del registro culto al popular, o del autobiográfico al descriptivo, son las dos cualidades más notables del libro. Los últimos capítulos, en los que el autor describe su experiencia en una cámara de aislamiento y un viaje a Japón, tienen más de aventura personal que de análisis, aunque esto no les resta valor. Como colofón, la presentación de un filósofo tan desconcertante y contradictorio como Shūzō Kuki ya hace que la lectura merezca la pena.
La amalgama de reflexiones intelectuales, apuntes autobiográficos, referencias cultas un tanto marginales y crítica social parece haberse convertido en el patrón inevitable para numerosos ensayos culturales publicados en los últimos años, y el presente es un ejemplo más. Es cierto que esa heterogeneidad permite una escritura fluida y agradable, que sorprende al lector y que le lleva por caminos poco habituales. Sin embargo, su predominio también apunta a una falta de propuestas más sosegadas y profundas. Desear menos se atreve con la música, la filosofía, la pintura, la escultura e incluso la psicología. Aunque las habilidades estilísticas del autor mantienen en pie el libro, no bastan para ocultar algunas carencias.