Como indica el subtítulo, con este libro se pretende una fundamentación de la ética, en este caso a partir de las fuentes clásicas: Aristóteles y Tomás de Aquino, mediando además entre un amplio elenco de autores actuales de la misma inspiración –principalmente de habla inglesa– y dialogando críticamente con otros enfoques. No estamos, por tanto, ante una monografía sobre una cuestión particular, sino que todo el volumen está centrado exhaustivamente en la experiencia antropológico-moral.
Una tesis recorre los distintos capítulos: que el distintivo más propio de la experiencia moral no es la obligación, sino lo bueno operable, en correspondencia con el apetito natural de la voluntad, y su ampliación mediante las virtudes. De donde deriva que los preceptos morales no sean ante todo y primariamente prohibiciones, sino realizaciones positivas, por más que el legalismo y deontologismo de la modernidad hayan primado las leyes y subsiguientes obligaciones, estableciendo una insalvable fisura con los hechos, que serían neutralmente describibles. Para Alfredo Cruz, poner en el inicio de la ética la ley natural equivale a obviar que toda ley tiene su origen en la voluntad del legislador, quien en este caso solo puede ser el Creador (según Santo Tomás, la ley natural es participación de la ley eterna divina en la criatura racional), y que, por tanto, para la experiencia moral de partida, la voluntad del legislador no está entre sus datos inmediatos.
Conforme al método empleado por Aristóteles, el autor procede de un modo descendente: del deseo de felicidad como orientación global del apetito natural, a la virtud como concreción específicamente humana de ese deseo, y a la elección de una acción en la que se asienta la virtud, hasta la intención, como aquello que da contenido a la elección. Así, el deseo fundamental o de partida se va cumpliendo y verificando en ulteriores deseos que lo particularizan y, correlativamente, han de rectificar aquellos apetitos que no son acordes con lo que auténtica y verdaderamente se desea. Es un proceso que concluye en la acción elegida. Pero en ningún caso se trata de un todo de elementos deslindables, sino de un conjunto indiviso, cuyas partes se interrelacionan e implican en la unidad de la acción.
La ética que preconiza Alfredo Cruz reivindica los deseos, aspiraciones y disposiciones interiores del sujeto para asentar en ellos la rectitud del obrar humano por su acomodación a la razón práctica como medida específica de la actuación, sin introducir prematuramente un baremo externo. Lo sintetiza en el Prólogo: “Si la moral es racional y corresponde al hombre en cuanto ser racional, es porque existe una racionalidad –la racionalidad práctica– que es la racionalidad del hombre en cuanto ser que tiende y apetece”.