El prestigio de Haruki Murakami (Kioto, 1949) crece con cada título. Tras la contundente 1Q84, Tusquets recupera una colección de relatos publicada en 2000, Después del terremoto, sobre los efectos del seísmo que asoló la ciudad japonesa de Kobe en 1995.
A buen seguro, sus seguidores, que son ya legión, disfrutarán con estas breves piezas, en las que el autor condensa todas las virtudes (y algunos defectos) de su estilo. Hay, como en toda su obra, un aire de indeterminación onírica, una intransmisible coreografía que se desenvuelve entre dos mundos –el de la realidad y el de la ficción–; pero, a diferencia de sus novelas más caprichosas o turbadoras, Después del terremoto es un libro más inteligible. Chocante, sí, pero inteligible.
Tal vez sea la capacidad para asombrarnos el principal valor del conjunto de su obra; y, aunque es posible que los lectores más conservadores repudien sus experimentos narrativos, despojarle de sus giros imprevistos y rarezas sería vaciarlo por completo.
Si en After Dark (2004) una adolescente dormía su sueño más profundo frente a una pantalla de televisión tan viva y desasosegante como el planeta Solaris de Lem, en el primer cuento de este volumen, Un ovni aterriza en Kushiro, una mujer abandona a su esposo tras abismarse durante varios días en las noticias que sobre el desastre de Kobe ofrece la televisión. Su marido decide entonces tomarse unas vacaciones y parte a la ciudad de Kushiro para entregar a la hermana de un compañero de trabajo un pequeño paquete cuyo contenido, cómo no, nos es escamoteado. En Kushiro, el protagonista es recibido por la destinataria de la caja y por una amiga de esta, con la que acaba pasando la noche y hablando sobre osos y ovnis. Dicho así, parece un galimatías, y hasta cierto punto lo es, pero, a la vez, el hechizo de la prosa resulta irresistible, y, al final, uno tiene la sensación de haber leído un cuento acabado, perfecto, que viene a sintetizar dos de las mayores preocupaciones del autor: la dictadura de las nuevas tecnologías sobre nuestras vidas y la necesidad de un examen de conciencia que nos devuelva a las raíces de las cosas.
La segunda historia se titula Paisaje con plancha, y es un retrato de soledades y vidas a la deriva. El señor Miyake es pintor y un experto hacedor de hogueras en la playa. Cuenta con un devoto auditorio: un joven, inseguro y procaz surfista, y su novia Junko. Durante una noche, el señor Miyake y la chica comparten sus sueños y hablan sobre sus vidas y sobre Jack London, el autor de Encender un fuego.
Todos los hijos de Dios bailan es quizá el cuento más inconsistente de la recopilación. La relación entre el joven y desorientado Yoshiya y su madre, que ejerce de voluntaria con los Servidores de Dios, se pierde por unos vericuetos edípicos de lo más afectados (ya en Kafka en la orilla –2002– el protagonista arrostraba un desafío similar), y el acercamiento a la trascendencia de ambos personajes se resuelve desde una sonrojante puerilidad. Lo salvan el humor y, una vez más, el recurso a la fantasía de las últimas páginas.
Tailandia, el cuarto cuento, incide en esa búsqueda de trascendencia, esta vez desde la perspectiva de una doctora que, tras un congreso médico en Bangkok, decide ampliar su estancia en el país una semana y disfrutar de unas vacaciones en el norte. La ejemplar creación de este personaje, atormentado por un fantasma del pasado que reside en Kobe, queda camuflada por la de Nimit, el chófer que la acompaña en sus excursiones y que le enseñará que “vivir y saber morir, en cierto sentido, tienen un valor equivalente”.
El quinto relato, Rana salva a Tokio, se presenta como un homenaje a Godzilla, el monstruo de la era post-nuclear engendrado por los estudios Tōhō. Una gigantesca rana advierte a un empleado de banco de la amenaza que se cierne sobre la capital nipona, en cuyo subsuelo vive un gusano que está a punto de desencadenar un terremoto. En este delirio, a ratos deslumbrante, los aspectos más sugestivos acaban siendo la dualidad de Rana –que enlaza con la ambigüedad de otros personajes del autor– y la fascinación por los universos paralelos, tan explotada en 1Q84, Kafka en la orilla o Sputnik, mi amor (1999).
Finalmente, el sexto relato, La torta de miel, es una historia familiar, sin mayores excentricidades, sobre tres amigos, dos chicos y una chica, que se conocen en la universidad. El amor puro de Junpei hacia la joven Sayoko pierde la batalla frente a la pasión y el arrojo que exhibe Kan, quien acaba ganando el corazón de la joven. Murakami acierta con un final esperanzador y remansado, dentro de un triángulo que remite a Tokio Blues (1987), aunque sin su componente político.
Después del terremoto es, en definitiva, una buena colección de relatos, quizá algo desigual, pero absorbente y, en todo caso, muy apropiada para conocer las claves narrativas de uno de los escritores más reputados de este siglo XXI.