Hay un consenso entre sensatos estudiosos de la ética y la antropología de que nos ponemos especialmente narrativos cuando atravesamos una crisis –en algún grado, en algún sentido– de identidad. Dios no va conmigo es un relato autobiográfico de crisis y refiguración, que implica la narratividad de dos maneras: una, en cuanto que muestra de modo cautivador que si uno desea hacerse inteligible a sí mismo y ante los otros ha de componer una narración plausible y verdadera de cómo se ha llegado a ser quien se es; y, dos, porque la autora es una apasionada profesora de literatura, especializada en apologética cultural e imaginativa, además de una excelente comunicadora.
Pero toda la maestría literaria-comunicativa no distrae, sino que juega a favor de la invitación a que el lector participe en este itinerario de transformación espiritual que abarca la seriedad de lo intelectual, junto con lo afectivo y lo corporal. Entre otros logros, la autora tiene la delicadeza y la finura espiritual para contar persuasivamente las luces y las sombras del proceso, para detectar y llamar por su nombre a las trampas de la soberbia intelectual.
Los méritos de esta obra son muchos y eficaces: sobresale el juego de contrapunto entre dos narrativas, la del proceso desde el ateísmo al cristianismo, y una segunda, más fragmentaria, del camino y llegada a la comunión con la Iglesia Católica; en su alternancia, los capítulos de ambas se espolean mutuamente hasta fundirse, y la lectura se carga de intensidad. Pero también aportan valor sus símiles precisos e ingeniosos, la plasticidad de las descripciones de momentos cotidianos que apuntan a la trascendencia, la construcción clara y dinámica de los párrafos, los finales de capítulo como zonas doradas donde deposita con elegancia la novedad alcanzada y siembra la expectativa de lo por venir, los diálogos bien medidos y contundentes consigo misma y expresivos con Josh –su profesor de esgrima y su virgilio hacia la conversión–, que refuerzan la vibrante textura dramática de la narración.
Dice Ricoeur que la dimensión narrativa de la identidad se fragua mediante las acciones, pero también por la mediación de las narraciones que nos ha allegado la cultura y hemos leído y amado. En el relato de Ordway se testimonia el poder de los textos poderosos –religiosos, ficciones narrativas, poéticas… Chesterton, Lewis, Charles Williams, Dante, Beda el Venerable, Caedmon, Shakespeare, Tolkien, Herbert, Hopkins, Kenneth Grahame…–, para dar forma a su inquietud vital.
El libro entra en el género de la conversión religiosa –se podría recordar Perder y ganar, de Newman–, pero su particular riqueza le viene de participar también de elementos de otros géneros con los que mantiene fecundas relaciones, como el de lo confesional –las Confesiones de San Agustín–, del relato de búsqueda –El señor de los anillos–, de la pesquisa detectivesca aplicada a la razón, del bildungsroman, incluso de ciertos elementos –muy bien integrados y de agradecer– de la comedia. Se disfruta la maestría con que Ordway configura la trama de peripecias cotidianas y sucesivas anagnórisis que expresa el proceso hacia esa renovada y más gozosa comprensión de sí misma y de su sentido en el mundo.
Una lectura muy recomendable, por lo luminosa y estimulante, en ambientes de formación universitaria.