Este ensayo contiene observaciones y reflexiones casi siempre de interés, algunas muy discutibles. Pero se podría haber mejorado el título. Cuando se oye o se lee ejemplaridad pública se evoca el deseable y exigible buen ejemplo, sobre todo de honradez, que han de dar de modo especial quienes ocupan algún puesto público. Algo que se echa de menos en tiempos de ineficacia política, de corrupción o de las dos cosas a la vez. Pero el libro no va principalmente de eso.
El tema central -la cuestión palpitante, como dice el autor evocando un título de la Pardo Bazán- es la vulgaridad. En los últimos siglos nos hemos vuelto más libres y eso es muy bueno, pero el uso de la libertad ha conducido a la vulgaridad. “Llamo vulgaridad a la categoría que ostenta valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo”. Con mis palabras: vulgar es estimar que todo lo que “me sale” es bueno por definición. Por ejemplo el que eructa en público y dice: “Yo soy así”. No se trata, dice Gomá, de suprimir la vulgaridad, sino de reformarla. Y de eso trata el libro.
Buen tema, que responde a la realidad o al menos a una parte de ella y que no había sido tratado antes con tanta extensión e intensidad.
Para llegar a él resume lo que, según Gomá, ha ocurrido en Occidente, con testigos como Hegel, Nietzsche, Scheler, Weber, Freud, Heidegger, entre otros. Por resumir: todo el ya manido tema de “la muerte de Dios”, el desencantamiento del mundo, la secularización… En una palabra: la caída de lo absoluto, con el que ya no se podría ni se debería contar. Queda la finitud, el hombre solo. Pero como se da con frecuencia la más vulgar de las vulgaridades, hay que educar moralmente la vulgaridad, con base en la finitud. Hay que inculcar virtud y ejemplaridad, en un ámbito, sólo intramundano, de socialización: político, democrático.
El libro aprovecha mucho las reflexiones de Aristóteles y las observaciones de Tocqueville sobre temas colaterales, pero lo hace de forma sesgada, influida por el parti pris de la tesis de fondo sobre la inanidad de la religión.
Un libro de casi trescientas páginas no se puede despachar en dos, pero sólo una objeción: ¿el ensayista dice lo que realmente, ontológicamente, ha ocurrido o lo que él, con otros, piensan que ha ocurrido? La supresión de la trascendencia, por ejemplo. Por definición, no se puede suprimir lo absoluto, como no queda suprimido el sol porque las nubes lo tapen. ¿Quién tiene tanto poder para decir, en el resumen periodístico, que “Dios ha muerto”? Si ese juicio se basa en la desafección religiosa de grandes masas (siempre en Occidente, pues no ocurre lo mismo en el inmenso mundo islámico o el indio o el africano), hay que recordar que el criterio no es cuantitativo sino cualitativo. A Yavé le bastaban unos cuantos justos para perdonar a Sodoma y Gomorra. Lo malo es que ni eso había.
Hacen gracia estos anunciadores de la supresión de la trascendencia como si fueran notarios de la ontologia, de lo que le ocurre radicalmente al ser. Pueden desahogarse, pero la realidad no queda afectada.
Es cierto que la vulgaridad parece extenderse y que sería muy bueno reformarla. Gomá piensa que esa reforma se basa en la virtud entendida como ejemplaridad. Una ejemplaridad que arranca de la situación actual igualitaria, una ejemplaridad por la que “todos somos ejemplos para todos”
¿Quiénes emprenderían los avances de esta ejemplaridad igualitaria? ¿Todos? ¿Y qué harían los vulgares? La vulgaridad se autoalimentaría a sí misma y no pasaría nunca del “estadio estético” al “estadio ético”. A no ser que, como Rousseau hablaba de “obligar a ser libres”, aquí se obligara a ser ejemplares.
¿El Estado? ¿El Estado que tiene siempre nombres y apellidos, con conductas muchas veces a la vez vulgares y no ejemplares?
Esta obra no dedica un análisis suficiente a la gran divulgadora y vulgarizadora de las costumbres, como imitaciones sociales: la televisión. Está muy bien anotar lo que dijo Nietzsche o Hegel, pero no hay que olvidar que el vulgo no los lee, pero ve Gran Hermano.
En definitiva, un libro que plantea cuestiones importantes. Pero para tratar este tema no es buen método intentar extraer una religión secular de la finitud humana. Sería como “construir” un dios a la medida de los cambiantes deseos humanos; un dios que acabaría siendo terriblemente vulgar. A no ser que Gomá haya querido escribir, disfrazada, una especie de utopía: “Veremos germinar costumbres locales en múltiples pequeños focos, como ondas concéntricas producidas por una lluvia de piedras sobre las aguas remansadas de un estanque y la intersección y el solapamiento de estas ondas ensancharán el círculo de las imitaciones colectivas hasta alcanzar la extensión de costumbres generales o constitucionales de la comunidad entera. Y así se generalizará una paidea democrática y la oferta a la ciudadanía de valores socio-individualizadores convincentes”. Que la Finitud te oiga.