Resulta difícil encontrar en España ejemplos de aquello que los estadounidenses denominan “historia popular”: libros escritos siguiendo escrupulosamente las normas del método histórico, pero destinados a familiarizar al gran público, mediante el uso profuso de recursos narrativos y literarios, con importantes facetas del pasado. Algunos de esos trabajos, como Los cañones de agosto de Barbara Tuchman (1962), llegaron a alterar la visión histórica, mientras que otros, como Esplendor y vileza de Erik Larson (2019), han arrojado perspectivas distintas sobre personajes y acontecimientos aparentemente manidos.
La norteamericana Laura J. Snyder, antigua profesora de St. John’s University (Nueva York), se asoma a la primera mitad del siglo XIX para contar el resquebrajamiento entre filosofía y ciencia a partir de la historia de cuatro amigos –William Whewell, Charles Babbage, John Herschel y Richard Jones– que coincidieron en Cambridge en 1812, y que en el transcurso de los desayunos compartidos las mañanas de domingo concibieron el empeño de dedicar sus vidas a la promoción del método inductivo, tal como lo habían entendido, dos siglos antes, Francis Bacon e Isaac Newton.
La empresa entrelazó sus destinos, y les convirtió en promotores de un cúmulo de logros científicos difícilmente emulable. Babbage diseñó dos máquinas de calcular –la diferencial y la analítica–; Jones impulsó la economía política; Herschel, hijo del astrónomo que descubrió Urano, fue pionero de la cooperación científica internacional; y Whewell –que, como Jones, era clérigo anglicano– combinaba su pasión por nuevas teorías como el evolucionismo con un empeño denodado por demostrar la inexistencia de contradicciones entre la ciencia y la fe. En el camino de los cuatro se cruzó un catálogo nada desdeñable de personajes, que incluía a Ada Lovelace –hija de Lord Byron y matemática por derecho propio–, James Maxwell o Charles Darwin.
Pero la generación de Whewell, Jones, Herschel y Babbage fue la última en que los científicos pudieron llamarse humanistas, tanto por su contribución a distintas ramas del saber, como por la determinación de no apartarse de las disputas filosóficas –e incluso teológicas– del momento. Sus discípulos –como Maxwell– se aprovecharon de la financiación pública, la profesionalización y la institucionalización de la ciencia que consiguieron sus maestros, pero que les condenaron a una hiperespecialización disociada de la perspectiva antropológica propia de las humanidades. Por ello, los ambientes académicos de la Inglaterra dickensiana, que Snyder recrea con destreza narrativa, pero sin apartarse un ápice de la precisión histórica, provocan en el lector un agridulce sentimiento de nostalgia hacia un pasado del que merece la pena tratar de rescatar la pasión por el conocimiento, en su sentido más amplio.