Temas de Hoy. Madrid (1999). 311 págs. 2.500 ptas.
Arsuaga es director del proyecto paleontológico de Atapuerca (Burgos), que ha supuesto uno de los más importantes hallazgos tanto por la antigüedad y el número de fósiles humanos encontrados -datados en unos 900.000 años- como por su buen estado de conservación. Y, a partir de los fósiles de la llamada Sima de los Huesos de Atapuerca, ha escrito este libro de divulgación científica sobre el origen evolutivo del hombre.
La obra se divide en tres partes. En la primera, «Sombras del pasado», Arsuaga recorre la historia evolutiva del hombre a lo largo de los últimos 5 millones de años. Describe así las distintas especies de homínidos fósiles hasta la aparición del Homo Sapiens. Resulta especialmente interesante que el autor advierta las especiales características de la evolución humana: «¿Por qué estamos tan solos entre tantas criaturas» (p.18), se pregunta, para constatar después: «En algunas características hemos evolucionado muy deprisa; por otro lado, todas las formas intermedias (es decir, de características intermedias) entre nosotros y los chimpacés han desaparecido» (p.30). Más adelante declara que la incertidumbre que envuelve la evolución humana no es tan grave como pudiera parecer: «La ciencia sólo elabora hipótesis, vacilantes aproximaciones a la verdad, que siempre pueden ser modificadas total o parcialmente por la fuerza de los hechos: pero es lo mejor que el espíritu humano es capaz de crear». Esta afirmación de los límites de los conocimientos que proporciona el método científico permitirá a algunos lectores confiar más en él.
La segunda parte, titulada «La vida en la edad del hielo», resulta de gran atractivo por las buenas dotes del autor como naturalista y conocedor de la geografía. Arsuaga realiza un apasionante reportaje del último millón de años en la Península Ibérica: desde los tiempos en los que los hipopótamos se bañaban en los ríos de la península hasta cuando los bosques españoles fueron tundra o la Mancha estaba poblada de renos.
La tercera parte, «Los contadores de historias», responde propiamente al subtítulo del libro «En busca de los primeros pensadores». Aquí hay que recordar las palabras del autor al inicio del libro: «Yo expongo aquí mi versión, aunque tal vez el lector llegue a conclusiones diferentes, ya que es la intuición y no la razón la que nos guía en este misterio» (p.20). Él se refiere ahí al misterio de la extinción de los neandertales, pero también podemos adscribir esas palabras al momento en que el hombre se hace hombre porque aparece el ser inteligente.
Comienza el autor esta parte con las siguiente palabras: «Hasta llegar a la población de la Sima de los Huesos la evolución había ido produciendo un aumento espectacular en el tamaño del cerebro. Como resultado se produjo un considerable avance en las capacidades mentales superiores y una expansión de la consciencia. Cada vez un mayor número de actos estaban presididos por esa facultad. La consciencia no se limitaba al presente, sino que se extendía al futuro, a lo por venir. Se anticipaban así los acontecimientos del mundo natural y se preveían las conductas de los otros humanos» (p. 203).
A lo largo de esta última parte, Arsuaga expone distintas teorías sobre cómo surgió la inteligencia en el hombre y cómo se distingue el comportamiento animal del propiamente humano. Trata en detalle el comportamiento del hombre de Neandertal a la luz de los hallazgos de Atapuerca y en los demás yacimientos europeos y asiáticos. Aunque el autor acude a algunos filósofos a la hora de exponer algunas teorías del conocimiento, da la impresión de que no es capaz de captar el aspecto trascendente de la inteligencia humana al acudir a modelos mecanicistas al uso entre los evolucionistas puros.
El lector, desde luego, puede llegar a este respecto a conclusiones diferentes. En primer lugar, los filósofos nos dicen que la adquisición de la inteligencia no puede ser gradual, sino instantánea, y que no puede ser resultado de una evolución orgánica. La razón es que la inteligencia es una capacidad espiritual, es decir, no material, que escapa a la medición empírica. Por otra parte no hay evidencia experimental de que el aumento de la capacidad craneal -como mantienen los evolucionistas puros- haya producido la inteligencia. Sí parece que hay una cierta correlación entre el aumento de la capacidad craneal y el desarrollo de las habilidades, lo que resulta más coherente y creíble. En este sentido, Arsuaga se muestra más prudente en las páginas anteriores (p. 58-59), donde parece que distingue unas «funciones mentales superiores (las capacidades cognitivas)», que no son propiamente intelectuales y podrían tener que ver con el procesamiento de mayor número de datos visuales o espaciales, o con la mayor complejidad de la organización social, características que podrían ser asumidas por animales.
Manuel Solís