Al terminar la lectura de esta voluminosa obra, la dedicatoria del autor a Nicole Aragi, “destructora de demonios, exquisita paloma”, se entiende perfectamente. Sintetiza de forma adecuada las dos principales actitudes que encontramos en todas las historias. Rabih Alameddine sabe combinar el relato de cuatro generaciones de la misma familia con un amplio abanico de cuentos árabes y aventuras históricas; consigue así crear un tipo especial de novela.
Tras veintiséis años de vida en California, Osama al-Jarrat regresa en 2003 a Beirut, donde su familia había sido dueña de un próspero concesionario de coches. Osama vuelve para visitar a su padre, Farid, que se está muriendo. La relación entre ambos, como la de su padre con el abuelo, siempre fue precaria, incluso difícil. El abuelo fue un hakawati, contador de cuentos y mitos. Farid no acababa de entender que su hijo Osama tuviera tanto interés por las historias del abuelo, a las que consideraba restos anticuados del pasado. De hecho, la generación de Farid era ya de modernos libaneses, ni particularmente religiosos, ni implicados en su herencia cultural. Tampoco eran conscientes, cuando Osama abandonó el país en 1977, de que la guerra entre el mundo árabe e Israel podía realmente afectarles. Con motivo de la visita a Beirut, Osama cae en manos, por así decirlo, de su numerosa familia, en particular de un buen número de mujeres que cuidan de Farid, ingresado en una habitación del hospital. El autor ofrece un vivo relato que pone en tensión la diversidad del Líbano: cristianos, musulmanes, judíos, drusos…
La historia de la familia se entremezcla, y esto es lo más original del libro, con otras historias reales o imaginarias, de gran fuerza y colorido, delicadeza o procacidad, uniéndose como piezas que a veces se pierden y otras veces se encuentran. Leyendo estas historias recordaremos una de las frases favoritas del abuelo: “Por bueno que sea el contenido de una historia, nos jugamos mucho más en la forma de contarla”. La gran fuente de donde provienen es antigua y variada, pues arranca del Antiguo Testamento, Homero, Ovidio, el Corán, Las Mil y Una Noches… Las historias que escuchamos provienen de El Cairo, Damasco y Turquía. Junto con los personajes clásicos de estas zonas, aparecen otros más cercanos, como David Bowie y otros cantantes -es la época de la guitarra de Osama-, así como Santa Claus y sus leyendas, sin olvidar a Aladino, con su curioso origen chino.
El lenguaje combina los atrevidos giros árabes con expresiones de jerga americana, haciendo lo mismo con los conceptos, que parecen surgidos de cualquier edad. Toda la imaginación del Oriente Medio aparece recreada o, incluso, creada por Alameddine: espíritus buenos y malos, demonios, brujas, guerreros, reyes esclavos y mujeres fieras, todos ellos y ellas integrados en relatos en los que aparecen también “héroes” conocidos, como Fátima y Baybars, que inspiran las odiseas narradas por el autor a lo largo de todo el libro. Pero Alameddine no abandona el hilo vital, que es la marcha de su padre hacia su última morada.
Por supuesto, tanta historia, cuento y leyenda -en una mezcla un tanto caótica- resulta un plato de difícil digestión. Además, en la obra no hay una línea de conducta clara ni un código ético que sirva de referencia -más especialmente en la segunda mitad del libro-; al contrario, escasean las exigencias morales y se apuesta por un sensualismo clásico, en ocasiones un tanto cargante, que no transmite ningún modelo de persona sino un simple entretenimiento.
Rabih Alameddine nació en Amman (Jordania), de padres libaneses, y creció en Kuwait y Líbano. Recibió educación en Inglaterra y Estados Unidos, donde se graduó en ingeniería en UCLA y obtuvo un MBA en la Universidad de San Francisco. El contador de historias ha sido ya traducida a diez idiomas.