Una opinión común –la misma, por cierto, que acusa a los pensadores de vivir en las nubes– sostiene que la filosofía se cultiva más que nada en bibliotecas y despachos, no tanto en calles polvorientas o mercados farragosos. Pero se cuenta que Sócrates iba clavando su aguijón a los fatuos con los que se topaba. Y una vez Heráclito invitó a sus huéspedes a introducirse hasta la intimidad de su cocina: decía que allí también habitaban los dioses.
Quizá resaltar el arranque experiencial de la filosofía es el mérito más relevante de El cuarteto de Oxford, que aborda los logros de cuatro importantes filósofas: Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Iris Murdoch y Mary Midgley. Por decirlo con una expresión especializada, se expone –con un potente brío narrativo– esa lógica del descubrimiento de la que hablaba Hans Reichenbach y que revela que, además de consecuencias, las ideas tienen, necesariamente, sus raíces culturales, sociales y biográficas.
Difícilmente puede uno pensar que esa generación de intelectuales compusiera –en contra de lo que sugiere el autor, tal vez llevado por la fascinación– una corriente de pensamiento. Eran amigas, pero su anhelo de verdad, tan acendrado, resultaba incompatible con capillas, facciones y conciliábulos. Sí es cierto, en cualquier caso, que frente a la adusta formalidad de la ética divulgada por los oxonienses varones –de Alfred Ayer a R. M. Hare–, se atrevieron a abrir caminos menos trillados tanto para recuperar la objetividad de nuestros enunciados éticos como para comprender que el bien es el fin más satisfactorio de toda existencia.
A este cuarteto, inconformista por naturaleza, le debemos la impugnación filosófica –rigurosamente lógica– de las modas intelectuales. Además, el estilo de todas ellas es una contestación, una suerte de grito contra la tiranía y esnobismo de la clase universitaria. Y, por irónico que pudiera parecer, hoy, cuando apenas recordamos a sus maestros –varones–, se reivindican sus nombres como inspiradoras de las corrientes más prometedoras, desde la ética de las virtudes hasta aquella concepción que apunta la necesidad de reflexionar sobre la base animal de lo humano.
Puestos a ver diferencias, del grupo sobresale, por vigor filosófico, Anscombe, quien fue una convencida católica; por dedicación, Foot; por estilo y creatividad, Murdoch. Y por apertura mental, Midgley.
También es una suerte que las editoriales –y Shackleton Books es una de las más apasionadas– apuesten por este tipo de ensayos que combinan narración con pinceladas de buena filosofía. Porque es evidente que una obra se puede comprender desde la vida –es decir, a partir de las obsesiones, los anhelos e inseguridades de alguien–, pero también los contornos de una existencia se precisan o aclaran a la luz de las ideas. Estas cuatro amazonas, valientes y a menudo selváticas, afrontaron peligros y apostaron muchas veces su prestigio profesional o su carrera por recuperar la verdad del ser humano y demostrar que, aunque en ocasiones parezca languidecer, la luz del bien es siempre atractiva y resplandece afortunadamente para todos.