el Estado cultural

El Estado cultural

EDITORIAL

TÍTULO ORIGINALL’État culturel

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNBarcelona (2007)

Nº PÁGINAS463 págs.

PRECIO PAPEL25 € €

TRADUCCIÓN

GÉNERO

Hasta ahora no se había traducido al castellano este brillante ensayo de Marc Fumaroli, miembro de la Academia de Francia, en el que se rastrea la historia de la política cultural francesa. Publicado originalmente en 1991, lo cierto es que no ha perdido actualidad; más bien puede decirse que las predicciones de Fumaroli se han cumplido y se han desoído sistemáticamente sus consejos, con independencia de la ideología que ha ocupado el poder en estos quince años. Hay que advertir que estas páginas se circunscriben a la experiencia de su propio país, aunque esto no impide percibir similitudes en otros lugares. Además, las directrices francesas sobre la cultura han logrado imponerse en los foros internacionales a través de la denominada “excepción cultural” (ver Aceprensa 129/04 y 121/05).

Fumaroli sitúa el nacimiento del intervencionismo cultural en 1959, cuando André Malraux asume la cartera de Asuntos Culturales del gobierno De Gaulle. Desde entonces, la administración ha ido acaparando el sector cultural y asumiendo funciones que no le pertenecen, en mayor grado desde 1981, con Mitterrand. Esto ha ido en menoscabo de la creatividad de la cultura francesa, restándole credibilidad a nivel internacional. Con De Gaulle la política cultural intentaba restaurar una identidad herida por el enfrentamiento con Alemania; más tarde, en los años sesenta, se pensó que la homogeneización cultural podría favorecer la integración de los ciudadanos y fortalecer la democracia. Los objetivos eran comprensibles, pero no se supo prever que las consecuencias serían las contrarias. En lugar de elevar el nivel cultural de los ciudadanos, la política francesa ha transformado la cultura, la cultura verdadera, en un reducto para minorías. La cultura pública, la del Estado, dirigida a las masas, se ha convertido en propaganda.

Fumaroli se muestra partidario de que el Estado desempeñe lo que llama “funciones patrimoniales” en relación con la cultura, que coinciden con las que siempre ha realizado (conservación de museos, centros de enseñanza, archivos y bibliotecas…). Más allá de esto, la intervención es ilegítima, señala, porque contradice la esencia misma de la cultura; con tristeza, se constata que la multiplicación de las políticas culturales no ha llevado a un florecimiento del genio: más bien lo contrario.

Es esto, precisamente, lo que motivó el interés del autor sobre el tema. ¿De qué ha servido el presupuesto en cultura, se pregunta, si cada vez es mayor el fracaso escolar, si se desconoce más la historia, si las humanidades han caído en desprestigio? Al mismo tiempo, se ha producido una alianza perniciosa: el Estado cultural se ha aprovechado del afán consumista. En el libro hay abundantes ejemplos de ello.

Pero las razones por las que Fumaroli critica el intervencionismo en cultura no son estéticas simplemente, sino también políticas. Para el autor la democracia liberal es la democracia de los hombres libres, y con su dirigismo el Estado alimenta servidumbres. La cultura “light” que se impone, de adquisición fácil, hecha de eslóganes y construida a golpe de curiosidad, financiada con el dinero de todos, no forma ciudadanos maduros, sino que favorece la manipulación de las conciencias. Frente a esto, Fumaroli reivindica el ideal clásico de cultura, como campo ajeno a la política, y el modelo de los hombres sabios, que ha sido tradicionalmente un barrera para el poder, es decir, la salvaguarda de la libertad política.

Son muchas las ideas contenidas en este libro, todas aprovechables. Fumaroli, que es un experto en retórica, maneja con maestría el lenguaje y consigue trasladar al lector su desasosiego con multitud de frases brillantes, de anécdotas expresivas, en línea con la tradición ensayística francesa. Y no se queda atrás a la hora de proponer reformas que, en ocasiones, pueden resultar utópicas. El punto más decisivo para él es la enseñanza.

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