La filosofía de Kierkegaard está por completo ligada a su vida y, dentro de ella, a un episodio puntual y doloroso: su ruptura de la promesa de matrimonio que le había hecho a la joven Regina Olsen. Lo motivó una búsqueda personal: ¿cómo ser humano en este mundo?, siempre en pos de una fe cristiana que es alegría y angustia, bendición y desesperación.
En la primera mitad del XIX, Søren Kierkegaard (1813-1855) se enfrentó él solo –es el filósofo de la singularidad, del “individuo particular”– al idealismo (Hegel, Schelling) dominante en su tiempo. A la vez, denunció el cristianismo oficial de la Iglesia estatal danesa, en nombre de la experiencia, de nuevo singular, de cada cristiano, cara a Dios, con dudas, angustias, temor y temblor, pero también con fe. A la síntesis clásica del ser humano como cuerpo y alma añade otra dimensión, muy en línea con san Pablo: “El ser humano es una síntesis física y psíquica, cuyo destino es ser espíritu”.
Pensaba que la Iglesia estatal danesa se había hecho acomodaticia “hasta el punto que la gente ha olvidado qué es la gracia, Y el cristianismo, en rigor, es la máxima gracia manifestándose como tal y no una simple simpatía humana”. Juicio que sigue siendo válido hoy.
Más de ciento setenta años después, Kierkegaard se sigue editando y leyendo –acaba de ver la luz en castellano, por primera vez, su obra póstuma– y llega más a la experiencia individual que aquellos de un generalista idealismo. Un buen ejemplo es este libro en el que, a la vez que se da cuenta de los momentos esenciales de la vida del filósofo y teólogo, se pone de relieve cómo su pensamiento y sus escritos surgen siempre de una experiencia profunda, nada académica, rutinaria o tópica.
En la época de Kierkegaard, se estaba fraguando y empezando a difundir esa inversión materialista de Hegel que es el comunismo en la versión de Marx (El Manifiesto comunista es de 1848). De nuevo, casi dos siglos después, la visión de Kierkegaard resulta más compleja, certera y profunda que la del autor de El Capital.
En una época, esta, en la que en Europa se dan el olvido o la indiferencia hacia la profundidad o la práctica de la fe cristiana, Kierkegaard es una especie de antídoto. Entendió bien que ser cristiano no es proclamarlo a los cuatro vientos, sino vivirlo. “La gente religiosa ‒escribe en el Diario, en 1843– tiene que vivir en el mundo, como cualquiera, claro, aunque guarde un ‘secreto’, no porque lo esconda a propósito, sino porque no le es posible expresarlo. La interioridad es inconmensurable respecto a lo exterior y nadie, ni el corazón más generoso, logra decirlo todo”.
Clare Carlisle, profesora en el King’s College de Londres, ha sabido dar al libro una amenidad, que lo hace accesible a un público amplio, más allá del especialista en filosofía. Que es en definitiva, lo que Kierkegaard buscaba en la mayoría de sus escritos.
Kierkegaard, de corta vida, es un ejemplo más de cómo en pocos años (como le ocurrió a su adorado músico, Mozart) se pueden dar obras que perduran en los siglos.