Pre-Textos. Valencia (2005). 789 págs. 35 €.
«El jardín de la pólvora» es la decimotercera entrega de los diarios de Andrés Trapiello, que, bajo el título general de «Salón de pasos perdidos (Una novela en marcha)», está llevando a cabo un empeño literariamente titánico, sumando ya varias miles de páginas de una sólida obra.
Uno aprecia al Trapiello-personaje-de-sus-diarios y lo hace con todos sus defectos, en especial los cada vez más frecuentes ataques de bilis con ajuste de cuentas incluido. Y ya no sabe uno si esos pasajes se van multiplicando porque el autor sabe que cada vez tiene una mayor repercusión o porque también los enemigos se multiplican a cada nuevo tomo.
El Trapiello más atractivo es aquel que se olvida de sus iras contra la vida y algunos de sus habitantes y narra episodios mínimos de su trasiego diario, poniendo una pátina de maravilla (no mágica) al suceso más intrascendente. Así los sueños espiados de M., su mujer; los viajes con la familia a Lisboa y Francia; las intervenciones en mesas redondas y jurados; la vida en Las Viñas, los paseos por el Rastro; las comidas con sus amigos; las reflexiones metaliterarias… Trapiello hace entrañable costumbrismo hasta de un accidente de tráfico.
Ya no importan si los sucesos son reales, ficticios o una realidad reinventada. Porque en el «Salón de pasos perdidos» importa la peculiar mirada y la voz de un escritor que crea un estilo personal, una mirada que sabe encontrar seres e historias irrepetibles. Sorprende, y deja un regusto amargo, el resentimiento de Trapiello contra la religión, un tanto simplón por visceral, quién sabe si fruto de una triste experiencia personal apenas sugerida.
En los diarios de Trapiello hay paradojas, sí, como las hay en la vida de cualquier hombre; quizá sobran páginas como sobrarían si cada uno destilase con sinceridad casi ochocientas de su año. Pero al Trapiello del «Salón», a ese «uno», se le quiere y se le aprecia (o no) como a los buenos amigos, con sus más y sus menos, pero del todo. Aunque le sobren páginas y bilis. Porque hasta de eso hace buena literatura.
Agustín Alonso-Gutiérrez