El tiempo dirá si esta nueva entrega de Carlos Ruiz Zafón se erige en best-seller internacional como La sombra del viento. Para lograrlo el autor ha intensificado los mismos procedimientos y ha recuperado, en forma de eso que llaman precuela, personajes y lugares ya aparecidos en aquella novela.
David Martín es el protagonista y el narrador de El Juego del Ángel: un joven que parece haber sido elegido como presa favorita por la adversidad. Hijo de un veterano de Filipinas violento y desesperado, ama los libros tanto como los odia su padre y trata de abrirse camino como escritor en la Barcelona de principios de siglo. Un misterioso admirador, Andreas Corelli, le ha hecho una propuesta no menos enigmática, cual es componer una especie de nueva Biblia, un texto fundador de una nueva religión. David se entrega a ese proyecto como el que podría dar al fin sentido a su existencia, pues no habrá más: le han diagnosticado un cáncer.
A partir de aquí, entramos en un vértigo de extraños sucesos. Un complot diabólico parece amenazar a David y sólo podrá fiarse del afable librero Sempere y de su protegida Isabella, adolescente terrible que profesa a David una rendida admiración.
No cabe duda de que Carlos Ruiz Zafón es un virtuoso del arte de la narración, lo que no quiere decir, ni de lejos, un novelista genial. Domina todos los procedimientos que desde siempre se han mostrado eficaces para que el lector siga pasando una página tras otra. Dosifica las descripciones, adecuadas a los estados de ánimo y a las situaciones; mima los finales de capítulo; crea suspense sin apenas respiro; consigue diálogos ingeniosos y plenos de ironía…
El problema es que todos esos procedimientos se notan demasiado en una trama que no deja de estar construida a base de tópicos, y no me refiero sólo al “fue entonces cuando lo vi”, que llega a ser abusivo. Tampoco se trata sólo de recursos formales: en cuanto al contenido, El Juego del Ángel es una auténtica macedonia de subgéneros de la narrativa: gótica, negra, rosa… Hay un cierto homenaje a Dickens y a sus Grandes esperanzas; algo podemos detectar también del realismo psicológico tan de moda en los 80-90, e incluso la parodia borgiana está ahí, con ese “cementerio de libros olvidados”, tal vez el mayor exceso de los muchos que comete este que se diría alumno aventajado de taller de novela ansioso de lucirse en el examen final.
Con ello el autor crea expectativas altísimas que un desenlace francamente trivial está lejos de satisfacer. Tal vez si hubiese dejado una desnuda novela negra, el resultado sería más eficaz. Los cuartos tenebrosos, los signos cabalísticos, los fantasmones armados que resultan ser muñecos, las pesadillas, mueven más a la risa floja que a otra cosa. Mientras que las pesquisas de David, los diálogos cortantes, las secuencias de acción, las situaciones a lo Hammett o Chandler, convencen plenamente.
En cuanto al fondo ideológico, si lo hay, queda totalmente en segundo plano. Los personajes se dirían también arrancados de diversos subgéneros de novela popular y pegados allí, y ese Andreas Corelli tan interesado en la religión, que parece anunciar una novela de tesis, se disuelve también en la nada. De hecho, las reflexiones sobre la religión, que sobrepasan lo tópico para adentrarse en la estupidez (cosa reconocida en una ocasión por el propio David), no pasan de ser un ingrediente más de este pastiche protagonizado por un joven posmoderno en una Barcelona que podía haberse llamado Gotham City.