Anagrama. Barcelona (2003). 344 págs. 16 €. Traducción: Benito Gómez Ibáñez.
Se ha tomado su tiempo desde Mr. Vértigo, pero con El libro de las ilusiones aquí está de nuevo el Auster inolvidable.
David Zimmer es un escritor que ha perdido a toda su familia en un accidente de aviación. Una escena de película muda de Héctor Mann le arranca una carcajada después de seis meses sumergido en un delirio de alcohol y depresión que le ha llevado al borde del suicidio. Decide escribir sobre las películas de este cómico y luego, al ir desentrañando los misterios de la vida de Mann, cuenta la vida completa del actor en un segundo libro, El libro de las ilusiones. David narra desde el presente, en primera persona, su propia biografía desde el accidente familiar y va alternando, en tercera persona, el relato de la vida de Héctor, que ocupa la mayor parte de la novela.
A Héctor se le da por desaparecido desde hace más de cincuenta años. Después de un truculento episodio de celos, locura y accidente, había decidido comenzar una nueva vida. A unos meses de degradación moral y sexual le sigue una nueva esperanza de felicidad gracias al amor y a su pasión por el cine. Héctor es un prototípico héroe austeriano: magnético, torturado, lleno de matices, original y sorprendente, conmovedor en su exageración, con un pasado con secretos. Auster vuelve a brillar en los terrenos que domina: una historia que atrapa desde el principio, un retrato psicológico completo y denso al que se va accediendo poco a poco, un estilo sencillo y perfecto.
Como es frecuente en el escritor norteamericano, sus historias se alimentan de personajes y ambientes que conoce bien por experiencia: profesores universitarios, escritores y cineastas. Héctor, como Auster, es judío, y esta condición adquiere cierta importancia en la novela, algo que no ha sido frecuente hasta ahora. Como siempre, Nueva York es ámbito espacial protagonista (aunque no exclusivo).
Auster vuelve a emplear su habilidad cervantina de insertar historias en la historia principal, esta vez sirviéndose de los argumentos de varias de las películas de Héctor. Una de ellas y un episodio de la vida del cómico dan pie al escritor a incluir unos pasajes de alto contenido sexual. Se trata de un elemento habitual en las novelas del autor: cuando sus personajes tocan fondo (o quizás es al revés) siempre hay consecuencias en este terreno.
Auster enfrenta a los protagonistas a paradojas como la del personaje que afirma que «cuando alguien no espera nada, más le valdría estar muerto», para luego sostener que «la felicidad va aparejada a la total falta de ambición»; paradojas que resuelven con convicciones como esta: «nadie puede ser feliz sin los demás.» Pero sorprende una vez más el contraste entre la importancia que se da a las relaciones amorosas para la felicidad y la superficialidad con que se las concibe: se aterriza en ellas hasta su máxima expresión de entrega del cuerpo a los pocos minutos de conocerse y se rompen con igual facilidad.
Hay muchos otros ingredientes en la novela: el arte y la inmortalidad, la culpa y su penitencia o el del artista (Bartleby) que interrumpe su obra. Auster persigue obras, con palabras del director teatral Peter Brooks, que tengan «la intimidad de lo cotidiano y la distancia del mito, porque sin la cercanía no es posible el sentimiento y sin la distancia es imposible el asombro». Héctor Mann nos conmueve en su deseo de salir de la miseria moral a la vez que nos aturde por su anormal desquiciamiento.
Javier Cercas Rueda