Taurus. Madrid (2005). 286 págs. 21 €. Traducción: María José Delgado.
Michael Ignatieff plantea en este libro el crucial problema de los límites éticos de la lucha de las democracias contra el terrorismo. Sus reflexiones, según reconoce el propio autor, pretenden situarse a medio camino entre el activismo a favor de los derechos humanos y el pragmatismo más desencarnado. La obra de Ignatieff, con origen en las lecciones impartidas para las prestigiosas conferencias Gifford de la universidad de Edimburgo, recurre a la literatura, la historia, la filosofía y la ética para buscar puntos esclarecedores.
El autor pide moderación a las democracias a la hora de actuar contra el terrorismo: hay que utilizar la fuerza, contundente y directa, pero también ésta debe ser comedida para no dejarse llevar por la venganza y el odio.
Las tiranías se lo permiten todo, como el imperio romano a finales del siglo IV, con una matanza masiva de godos que intentaba prevenir las futuras invasiones, según relata el historiador Edward Gibbon, una referencia que sirve de arranque a las tesis de Ignatieff en el libro. La democracia, en cambio, cuenta con instrumentos como los tribunales, los parlamentos y la prensa libre. Sin embargo, ante un ataque terrorista, hay que optar por el mal menor: utilizar una serie de medidas, que no dejan de ser un mal, pero que han de tener las siguientes limitaciones: un objetivo concreto, aplicarse a un número reducido de personas, ser el último recurso y estar bajo el control democrático.
Como buen liberal y discípulo de Isaiah Berlin, Ignatieff critica la debilidad de los fuertes: las medidas indiscriminadas por parte del Estado. No era necesario que, tras el 11-S, EE.UU. detuviera a cinco mil extranjeros, que no pudieron ser finalmente acusados de actividades terroristas. El orden social del país no estaba amenazado para llegar a esos extremos.
Critica también la fortaleza de los débiles, es decir los terroristas, aquellos que emplean la guerra sucia y matan a civiles. Hay que evitar, sin embargo, que el terrorismo se apropie de una causa justa como hace Al Qaeda con sus referencias al problema palestino.
Ignatieff hace un llamamiento para su solución, sin que esto implique ninguna consideración hacia los terroristas islamistas, pues con ellos nunca se alcanzará un compromiso y sólo cabe su derrota. En todo caso, el Estado democrático no debe dejarse contaminar por el nihilismo de estos terroristas, y habrá de combinar su respuesta armada con estrategias políticas que atajen las injusticias que les sirven de justificación.
Con todo, Ignatieff señala que a veces no queda más remedio que emplear el mal, salvo riesgo de sucumbir. No acepta en ningún caso la tortura, pues viola la dignidad humana y no está en juego la supervivencia de la sociedad. Parece un mal menor, pero siempre acaba siendo un mal mayor, por el desprestigio que causa al sistema democrático. En cambio, el autor termina por justificar los asesinatos selectivos de terroristas, incluso como medida preventiva, y siempre que se reduzcan los llamados daños colaterales. Pero este mal menor, ¿no acaba siendo también mayor, al crear mártires para la causa terrorista?
Antonio R. Rubio