Ruth Hubbard y Elijah WaldAlianza. Madrid (1999). 343 págs. 2.900 ptas. Traducción: Mónica Solé.
Los acelerados avances en el campo de la genética parecen ser una de esas convulsiones que cambian el modo de entender la vida. No pasa día sin que se anuncie el descubrimiento de un gen que explicaría la causa de una enfermedad, la clave de una conducta o la justificación de unos talentos o carencias. La próxima culminación del mapa del genoma humano se presenta como la antesala para predecir, prevenir y curar cada vez más enfermedades. El destino parece estar ahora escrito en nuestros genes. Pero la realidad es mucho más modesta, y la terapia génica avanza con lentitud, aunque a veces puede exhibir triunfos como la reciente curación de «niños burbuja».
Para adquirir esa alfabetización genética que los profanos necesitaremos cada vez más, es útil este libro de Ruth Hubbard, profesora emérita de biología en la Universidad de Harvard, al que Elijah Wald aporta su toque divulgativo de escritor. En un campo donde todo cambia rápidamente, sería vano intentar reflejar los últimos descubrimientos. Lo que pretende es explicar la base científica de las investigaciones en curso para que el lector sepa valorar las noticias sobre avances y riesgos de estas técnicas.
Su explicación incluye desde un sintético repaso de los conceptos fundamentales de genética hasta la valoración de qué se quiere decir al afirmar que una determinada mutación genética supone un mayor riesgo de padecer cierta enfermedad o está asociada a determinado comportamiento. Su postura se aleja de cualquier determinismo genético: «Nuestros genes participan en todos los procesos de nuestro funcionamiento, pero no determinan quiénes somos; deben afectar a nuestro desarrollo, pero también lo hacen nuestras circunstancias personales y sociales».
Mientras otros autores nos anuncian un brillante porvenir, Hubbard tiende conscientemente a centrarse en los peligros «porque con mucha frecuencia son ignorados, subestimados o simplemente negados». Los peligros de que habla son sobre todo sociales: desde las nuevas posibilidades eugenésicas (corroboradas por el uso incorrecto y abusivo de conocimientos genéticos en el pasado) hasta los riesgos de discriminación en el empleo o en los seguros por tener genes «malos» o las amenazas a la privacidad. Su postura recelosa le lleva a veces a actitudes extremas, como la crítica del uso de perfiles de ADN en la justicia criminal; pero la experiencia indica que han servido para sacar del «corredor de la muerte» a inocentes condenados a la pena capital.
Dentro de su tono crítico, su exposición revela algunas incoherencias de lo políticamente correcto. Por ejemplo, al referirse al aborto manifiesta su «apoyo al derecho de la mujer a interrumpir su embarazo, cualquiera que sean sus razones»; pero, a propósito de la discriminación genética, luego citará a Hannah Arendt para defender que nadie tiene «ningún derecho a determinar quién debe y quién no debe habitar el mundo». Igualmente, su rechazo de todo determinismo genético no es consecuente con un cierto determinismo social, que le lleva a responsabilizar al ambiente más que a las personas («sí, podemos dejar de fumar o de beber, pero solo si las circunstancias de nuestras vidas hacen posibles dichos cambios»).
En cambio, es muy oportuna su advertencia ante la obsesión por la prevención de enfermedades: «Estar enfermo o discapacitado es parte de la condición humana y no es lo peor que nos puede pasar. Mucho peor es endurecernos y mirar a las personas enfermas o que tienen discapacidades como estadísticas o cargas que hay que evitar a toda costa». Frente a cierta euforia cegadora de la manipulación genética, el libro de Hubbard supone un interesante contrapunto.
Ignacio Aréchaga