Crítica. Barcelona (2002). 260 págs. 18 €. Traducción: Lara Vilà.
La aplicación de la fotografía a la reproducción de obras de arte dio a luz a lo que Malraux bautizara con el nombre de museo imaginario, un museo que nunca existió pero que modifica y dirige la Historia del Arte como práctica y como disciplina científica. Su combinación con la proliferación de préstamos de obras entre museos -a lo que seguramente también contribuyó- ha gestado ese fenómeno sociológico que impide ver exposiciones de arte sin hacer cola.
Recientemente fallecido, Francis Haskell, catedrático de Oxford y un peso pesado de la Historia del Arte, ha sido el principal crítico de este intercambio de obras nacido de un interés antes comercial que científico, que sólo justifica un reducidísimo número de exposiciones. Y hace esa crítica desde dentro: como comisario de exposiciones, como miembro del consejo de diferentes museos y, sobre todo, como historiador de las exposiciones. En el mundo del arte este debate está ya abierto hace tiempo y, sin embargo, como apunta Haskell, en los últimos años todos los museos han reservado un espacio para exposiciones temporales, es decir, para un compromiso con el intercambio. Y es tan estricto, que el centro del mundo artístico hoy está en las exposiciones temporales antes que en los programas museológicos de esas instituciones.
Todo ello ha llevado a esta nueva especie de historiadores a buscar el origen del fenómeno y estudiar sus efectos. Gracias al análisis de las exposiciones primeras de cada tipo y país (se alude a las españolas aunque, desgraciadamente, no se desarrollan por tener su paralelo en otras), se identifican unos resultados, como la aparición de escuelas nacionales -con réditos políticos-, la consagración de artistas antes desconocidos, el nacimiento de nuevos historiadores y críticos de arte o las implicaciones económicas y propagandísticas que de todo ello puedan derivarse. Y todo por exposiciones de duración muy reducida.
Este libro póstumo constituye un impresionante ejemplo de cómo es el oficio de un historiador riguroso, quien, pese a su posición contraria a los excesos en esta práctica, deja una puerta abierta a la duda. Puede que de alguna de estas exposiciones salgan escritos destacados tanto literarios como historiográficos; como ejemplo cita una página destacada de la novela más famosa de Proust. Pero no todos somos Proust.
Sin duda, hay otra cara de la moneda. Lleva por nombre «la democratización del arte». La mayoría no tendríamos oportunidad de ver esas obras si no fuera por este cambalache. Sin embargo, considerémoslo, hoy en día es posible la reproducción exacta. Tan sólo nuestra convicción de que no es el original es lo que nos lleva al escándalo, mientras en nuestra casa suenan todas las orquestas del mundo en equipos cuidadosamente escogidos.
José Ignacio Gómez Álvarez