Alfaguara. Madrid (1998). 301 págs. 2.600 ptas.
El núcleo de la acción de esta novela abarca un tiempo muy breve, dos días y dos noches, aunque en su totalidad el relato ocupa veinte días de un verano: Mino, el protagonista adolescente, cargado de suspensos, se queda en la ciudad mientras su familia se marcha de vacaciones; la rutina de sus días la rompe una llamada de teléfono que le comunica el fallecimiento de su tío Fabio.
A partir de ese instante, Mino es arrastrado a un extraño ambiente habitado por esperpénticos personajes decadentes, que pululan por la vida sin objeto ni fin. El colmo de lo disparatado lo alcanza un personaje -mitad cirujano, mitad forense- que descuartiza cadáveres en busca de la difícil línea divisoria entre la vida y la muerte: en esta fase del relato, parece que Mateo Díez quiere producir en el lector las más desagradables sensaciones; el autor juega a dar el nombre exacto a las impresiones más abyectas que puede causar una escena situada en una cueva o sótano en el que se guardan y se descuartizan cadáveres.
La novela está escrita en un cuidado y bruñido estilo puesto al servicio de un raro simbolismo que quiere -por una parte- difuminar la diferencia entre la vida y la muerte. Por otra, este desfile de extraños personajes degenerados parece orientado a obtener la conclusión de que la vida es un absurdo, un conjunto de despropósitos. Con sutil ironía, el autor reparte bofetadas a todos los valores humanos, a las instituciones -especialmente al estamento eclesiástico- y a todo orden establecido. El lector se pregunta a qué viene esto y a qué extraña causa sirve la afilada pluma de Luis Mateo Díez.
Carmen Riaza