El libro que el historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze dedica al presidente venezolano Hugo Chávez y a su “revolución bolivariana” tiene, sobre todo, la virtud de abordar el tema desde una perspectiva con frecuencia olvidada: la que toma en cuenta que Venezuela existía antes de Chávez, y que, como el propio Krauze recuerda, sus varias décadas de estabilidad democrática constituían, junto al caso colombiano y al costarricense, una notable excepción en el vasto mapa de las dictaduras latinoamericanas.
A menudo se da cuenta del proceso de descomposición de la democracia venezolana como el de un sistema que a costa de la renta petrolera acabó volviéndose un festín de corrupción y despilfarro y una máquina de fabricar pobres. Sin embargo, se pasa por alto la historia de un país que, obligado a enfrentar muy rápidamente su proceso de modernización, supo conjurar el fantasma del caudillismo y poner en marcha un modelo institucional como el que reclamaba una sociedad dispuesta a desarrollarse.
No se logró, es cierto; pero está muy lejos de ser una experiencia que merezca borrarse de la historia: la burocracia creada al calor del petróleo exorcizó las estructuras oligárquicas (a diferencia de lo que proclama Chávez, que quiere vender la idea de un orden virreinal inalterado); promovió, por tanto, la movilidad social y la creación de una clase media; fomentó el Estado del bienestar -aunque sin reforma fiscal-; pacificó el país y acostumbró a los venezolanos a un sistema de libertades que, más por inercia que por verdadero compromiso, actúa como un dique que los mismos adoradores del ex teniente coronel oponen a los avances totalitarios para los que éste quisiera ganarlos.
Que Krauze se haya preocupado por descubrir estos hechos hoy tan soslayados lleva a comprender que su visión de las cosas -como declara en el prólogo- asuma una “posición democrática y liberal que no excluye sino que, antes bien, alienta una convergencia con la tradición socialdemócrata de Occidente”. Al punto de que no oculta su admiración por el que Carlos Rangel llamó, y no precisamente por derechista, el anti-Fidel: Rómulo Betancourt, considerado por Krauze “la figura democrática más importante del siglo XX en América Latina”.
No pocas coincidencias, por cierto, hay entre el juicio del mexicano -tras la senda de Octavio Paz- y el del autor de Del buen salvaje al buen revolucionario. Especialmente cuando dice Krauze que la izquierda revolucionaria latinoamericana permanece inmune a la reflexión sobre la experiencia (sobre experiencias tan dignas de revisarse como la Unión Soviética o la Cuba de Castro), porque “para ‘probar’ su credo recurre siempre al territorio irrefutable del futuro”.
Por lo que toca al retrato del líder “bolivariano” -Krauze, por cierto, denuncia muy lúcidamente la manipulación de la figura de El Libertador hecha por el régimen chavista-, El poder y el delirio deja claro que el “socialismo del siglo XXI” venezolano, aunque trufado de toda suerte de discursos místico-ideológicos, es sobre todo una fascinación personalista. Tanto que, refiriéndose a Chávez como un “venerador de sí mismo”, Krauze precisa que la tradición política donde el venezolano se inserta, más fascista que comunista, es la del culto al héroe.
Son bastantes las razones que da el historiador mexicano como para no poder atribuir a Chávez la virtud del heroísmo. Su libro -entretejido con impresiones de viaje, referencias literarias, diálogos que Krauze sostuvo con muchas personas del oficialismo y de la oposición vinculadas a áreas muy diversas de la vida venezolana- no deja de conferir cierta aura de protagonista de novela de dictador al histriónico destinatario del “¿Por qué no te callas?”. La diferencia es que Chávez es de carne y hueso y está, quién sabe por cuánto tiempo más, en pleno ejercicio del poder.