Dietrich Bonhoeffer era el teólogo protestante más prometedor de Alemania justo antes de la II Guerra Mundial, pero la insania totalitaria acabó ahorcándole poco antes de que Hitler se suicidara en el búnker. Como testimonio de su osadía, de su heroica oposición al mal y, en fin, de su radical comprensión de la fe, dejó para la posteridad un buen puñado de cartas –recopiladas bajo el elocuente título de Resistencia y sumisión– en las que aclaraba cuál debía ser la postura del cristiano ante el abuso de la autoridad, perfilando, al tiempo, los principios de una teología para el mundo de hoy.
Bonhoeffer animaba a pensar etsi Deus non daretur, lo que no significa que estuviera a favor de la neutralización de la fe. Más bien deseaba dejar atrás la idea de ese Dios tapa-agujeros al que el mal creyente –o el pensador calamitoso– se obstina en agarrarse. Formado en la dialéctica barthiana, este teólogo delicado y sutil –también recio, extremadamente recio, cuando era menester serlo– se enfrentó a la banalización del cristianismo, a su adocenamiento o vulgaridad, para lo cual no dudó en realzar el mensaje sufriente que lanza Cristo.
Esa es la pista que sigue en El precio de la gracia, convertido por mérito propio en un clásico de la teología. Se trata de la obra “más católica” –si se puede hablar así– de Bonhoeffer, en la que sostiene que no hay disyuntiva entre fe y obras; antes bien, la obediencia es el único camino para creer. En este sentido, el teólogo alemán distingue la gracia barata –la que no exige seguir los pasos de Jesús, la que no compromete; al fin y la postre, la gracia sin cruz, que no salva– de la cara, que consiste en la identificación con Cristo y que, por tanto, transforma la existencia del bautizado.
Bonhoeffer se inscribe en una corriente teológica que podemos rastrear, al menos, hasta Kierkegaard y que anhela recuperar la excepcionalidad del cristianismo ante una cristiandad meramente cultural. Aunque no atribuye a Lutero el error, sí que sugiere en este ensayo que la justificación del pecador, mal entendida, puede abocar a la perversa justificación del pecado. No es muy discutible su tesis de que la insistencia en la gracia barata ha adormecido la radicalidad de la fe. Para vigorizarla no es necesario matizar su exigencia: lo que procede es recordar la llamada del creyente al heroísmo. Pero no nos confundamos: lo heroico es la cruz. El cristiano se ha de identificar con el sufrimiento, pues este es la llave que abre la puerta que es Cristo.
El precio de la gracia mezcla lo teológico con lo espiritual y su lectura es fascinante. Aunque es evidente que nos separan lustros del momento en que fue escrito (1937), sus páginas están plagadas de inspiración, de modo que puede ayudar a repensar el papel de la fe en un mundo que es cristiano por sus valores y por su temple, pero que se siente cada vez más lejano de la fuente de su vitalidad.